«Señor, no te imploramos porque nos la has quitado, sino te damos gracias porque nos la has dado».

En la muerte de la Madre Trinidad, hacemos nuestra la oración de San Agustín en el momento de la muerte de su madre, porque encaja muy bien con lo que todos nosotros, y tantísimas personas esparcidas por el mundo: seglares, Religiosas y Religiosos, familias y jóvenes, Sacerdotes, Obispos y Cardenales, que han conocido y acogido el mensaje, el testimonio y la enseñanza de la Madre Trinidad, tienen en este momento en el corazón.

Personalmente, le debo mucho a la Madre Trinidad desde el momento en que era un joven Obispo Auxiliar de Roma, cuando pude ir a verla y tuve una larga conversación con ella que aún hoy conservo en mi memoria y considero inolvidable. Esto ha sostenido y guiado todo mi ministerio.

Sus escritos, que puntualmente me han llegado en un principio a Vicenza y ahora a Turín, no sólo han fortalecido mi fe, sino que han alimentado mi meditación cotidiana dándome la fuerza y la serenidad para la orientación espiritual y pastoral de mi vida y de mi misión.

Cada vez que los leía, me sorprendía por las intuiciones teológicas y espirituales sobre el misterio de la Trinidad, del Dios Uno y Trino, y sobre el misterio de la Iglesia, pues eran tan profundas y sencillas a un tiempo, pero de una verdad, revelada ciertamente por el Espíritu Santo, que le abría las riquezas indelebles de su acción salvífica.

El tiempo pasa, y muy pocas veces he podido en otros momentos gozar de su presencia y de su palabra; pero he tenido siempre ocasión de saludarla y de asegurarle mi oración y mi agradecimiento, recibiendo de ella su especial saludo y bendición.

Junto con sus escritos innumerables, que quedarán como una mina que hay que profundizar, conservar y dar a conocer a todos, me ha fascinado siempre su humanidad y su concreción, y me recordaban la actitud misma de Jesús, que se preocupaba de dar de comer a la hija pequeña de Jairo que había resucitado de la muerte; o que decía a su predilecta Santa Teresita, estupefacta por lo que había hecho, acogiendo su petición de hacer caer la lluvia en agosto: «Lo he hecho sólo para que estés contenta».

Recuerdo a propósito de esto un episodio que podremos considerar banal, pero que para mí ha sido un gesto de amistad y de amor de la Madre Trinidad, que llevo en el corazón y que cada día que pienso en ello me emociono como si fuera la primera vez:

En los días en que fui a Madrid para participar en la Jornada Mundial de la Juventud, me encontré que no tenía zapatos adecuados para caminar, con los demás amigos de La Obra de la Iglesia. Cuando se enteró de ello la Madre Trinidad, dijo a Don Alfredo y a los otros Sacerdotes de La Obra de la Iglesia: «Vayan al gran supermercado de Madrid y compren un par de zapatos adecuados para Mons. Nosiglia; los pago yo».

Queridos amigos, pienso que cada uno de vosotros y cuantos la han conocido y tenido ocasión de estar con ella podrían contar episodios similares, cargados de humanidad y de amor, que quedan en el alma como regalo precioso e inolvidable.

Su rica personalidad hace de ella un conjunto de Profeta, testigo, Fundadora, guía y modelo, y sobre todo Madre cargada de amor hacia sus hijos, con los sentimientos mismos de María, Madre de Jesús, de la Iglesia y de cada hombre.

El Apóstol Pablo, cuando estaba para consumar su ofrenda y dejar esta vida, afirma: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día». (2 Tim 4, 7-8). Palabras que encajan perfectamente para la Madre Trinidad, que ha hecho de ello su programa y a la vez el testamento que nos ha dejado como herencia y del que tenemos que ser custodios celosos.

La Madre Trinidad nos ha enseñado a vivir y a morir por el Señor, para estar cada día y siempre con Él, almacenando una hipoteca para el final de nuestra vida terrena, que va a representar el paso definitivo a la bienaventurada Eternidad.

Ahora que la Madre Trinidad, justamente en el 75 Aniversario de su Consagración, nos ha dejado, para irse con Jesús a ocupar el lugar que Él le ha reservado junto a Él, podemos esperar que su intercesión va a ser constante para La Obra de la Iglesia, que ha fundado hace 62 años en obediencia al Señor, que le pedía que sostuviera de esa manera a su Iglesia, a pesar de tantas adversidades que acosan su camino en la historia y en el mundo.

Jesús en el Evangelio nos invita a tomar su yugo sobre nosotros y a aprender a ser «mansos y humildes de corazón». «Su yugo es efectivamente suave y su peso ligero». El yugo del que nos habla Jesús es ciertamente el de hacer la voluntad de su Padre, y es la cruz que cada discípulo tiene que llevar siguiendo su ejemplo.

Desde el día en que el Señor le mandó a la Madre Trinidad: «¡Vete y dilo a todos!», el sufrimiento ofrecido por la Iglesia no la ha abandonado nunca, en momentos incluso muy dolorosos de verdadera crucifixión, que ella ha aceptado, consciente de que esta era su vocación y su servicio para amar a la Iglesia, y para defenderla hasta dar su vida.

En su testamento la Madre ha dejado a todos los miembros de La Obra de la Iglesia este ejemplo, y su invitación a estar dispuestos a arrancarse incluso el alma, si hiciera falta, para renunciar a sí mismos y obedecer a la Iglesia. Decía:«Tenemos que sentirnos más Iglesia que alma, y más apostólicos que Obra».

Jesús afirma también que «los misterios del Reino de los Cielos son revelados por Dios a los pequeños» (Cfr. Mt 11, 25-30), a los sencillos, a los pobres y a los últimos. La Madre Trinidad es un brillante ejemplo de ello, que hemos conocido en nuestro tiempo. Por eso la amamos y la sentimos una de nosotros, una «santa de la puerta de al lado», como se expresa el Papa Francisco, y deseamos que un día pueda ser elevada a la veneración de toda la Iglesia.

Roma, Basílica de S. Pablo Extramuros, 1 de agosto de 2021