Sacerdote de Cristo, distribuidor de las gracias divinas que Dios ha depositado en su Iglesia, única palabra que puede traer a los hombres al Verbo de la Vida Encarnado… Sacerdote de Cristo, amigo, confidente del Dios increado, que te ha sido encomendada la misión de continuar la obra para la cual se encarnó el Verbo de la Vida, “a fin de que, conociendo a Dios bajo formas visibles, fuésemos atraídos por Él al amor de lo Invisible…” Misión que Cristo a ti te ha encomendado, como prolongación en su Iglesia de su misma misión. Ya que, viniendo a cantarnos las infinitas perfecciones, al desposarse con la Iglesia, la hizo tan rica, que, uniéndola a sí, la repletó de su misma felicidad y le dio su misión para que ella la prolongara, quedando esta Santa Madre victimada con la tragedia de su Esposo; siendo tú, dentro de ella, el que has de prolongar y comunicar durante todos los tiempos su vida, misión y tragedia.
Sacerdotes de Cristo, por los cuales el Sumo Sacerdote, llegada la hora de su Sacrificio cruento, cuando tenía que dar la muestra máxima de amor al Padre y por el Padre a sus hermanos, dice: Padre, para que todos te conozcan y se llenen de amor a ti, y entren en tu seno y vivan de la vida divina, la cual Tú y Yo, Padre, abrasados en el Espíritu Santo, queremos comunicar a todos nuestros hijos, y para que todos vivan de ella teniéndola por gracia en posesión como nosotros por naturaleza, “Yo por ellos”, por esos que tienen que comunicarla mediante su participación de ti y de mí en el Espíritu Santo, “me santifico”, me victimo, me inmolo, ya que ellos son el medio escogido para que se llene este plan de la Encarnación.
“Éstos no son del mundo, como Yo tampoco soy del mundo”. Yo salí de ti y vuelvo a ti. “Que allí donde Yo estoy, oh Padre, estén ellos”; “Para que sean santificados en la Verdad”. Padre, Yo ahora voy a ti y, estos que me has dado, quedan como ovejas entre lobos. Yo te pido, Padre, que los “custodies como a las niñas de tus ojos, y los ampares bajo la sombra de tus alas”, porque el maligno no descansa y es más sagaz que los hijos de la Luz. “No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal”.
“¡No toquéis a mis ungidos, no hagáis daño a los profetas…!” Ya en el Antiguo Testamento, para aquel sacerdocio que era imagen y figura del sacerdocio de Cristo, Dios pedía ese respeto y veneración que se debe al sacerdote, al ungido, al que está predestinado y consagrado solamente a lo Sagrado y al servicio de lo Sagrado. ¡Y aquellos sacerdotes ofrecían sacrificios que eran imagen imperfectísima del Sacrificio incruento que actualmente ofrece el sacerdote del Nuevo Testamento participando del sacerdocio de Cristo!
Si quiso Dios que aquel sacerdocio fuera tan respetado que Él mismo lo respetó en la persona de Aarón cuando éste con María murmuraron de Moisés, castigando a María con la lepra y dejando intacto a Aarón, por su sacerdocio, ¿qué hará con el sacerdocio del Nuevo Testamento?
¡Cuántas veces, naturalizándolo todo, no miramos en el sacerdote de Cristo su terrible dignidad, rebajándola a nuestra condición! ¡Qué sería de la humanidad, si no existiera el sacerdocio, sin Misa, sin este santo Sacrificio por el cual se tributa incesantemente a la Trinidad Una todo honor y gloria, sin sacramentos, sin Jesús Eucaristía en nuestros sagrarios…! “Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” “Este es mi Cuerpo”. “Esta es mi Sangre”. “Haced esto en memoria mía…” “Recibid al Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados…” Potestades sublimes que solamente le están reservadas al Sacerdote Eterno, Cristo Jesús, y que Él, derramándose amorosamente por el Espíritu Santo, las deposita en su Iglesia, hermoseándola y engalanándola por medio de los sacramentos, manantiales fecundos por los que se derrama la gracia divina a todos los hombres.
¡Ay sacerdote de Cristo, yo te venero por tu sacerdocio! ¿Qué sería de nuestras almas sin sacerdotes y, por lo tanto, sin sacramentos?
Miremos en el sacerdote su dignidad divina y no su fragilidad humana, ya que ésta queda cubierta por las vestiduras de su real sacerdocio y por la unión de éste con el Verbo.
El Verbo Encarnado es el único Sacerdote por el cual todos los demás participan de su sacerdocio.
Veneremos y respetemos al sacerdote de Cristo, al ungido con unción divina, y veamos en él al padre espiritual que nos da el alimento divino con que nosotros –llenando nuestras almas en las fuentes de los sacramentos, que sólo él tiene la potestad de administrar–, nos hacemos hijos de Dios y herederos de su gloria.
“No toquéis a mis ungidos”, dice el Señor en el Antiguo Testamento. Y, en el Nuevo, dice Jesús, Palabra divina y manifestación del querer de Dios, por ser Él el mismo Verbo Encarnado: “Todo lo que hiciereis a uno de éstos, a mí me lo hacéis”; “el que a vosotros recibe a mí me recibe, el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia, y el que me desprecia a mí desprecia a mi Padre que está en los cielos”.
También dice Jesús: “El Padre y Yo somos una misma cosa”. Y el que ve a Jesús ve al Padre: “Felipe, tanto tiempo hace que estoy con vosotros y ¿aún no me habéis conocido? El que me ve a mí ve al Padre, porque el Padre y Yo somos una misma cosa”.
Y el sacerdote de Cristo es “el otro Cristo” en la tierra, y cuando le veamos a él, hemos de ver siempre al ungido del Señor, al mismo Cristo; porque, si lo hacemos así, veremos también al Padre y “seremos consumados en la unidad”.
No solamente el Antiguo Testamento está lleno de predilecciones de Dios sobre los sacerdotes, sino también el Nuevo.
En el Evangelio vamos viendo cómo Cristo, manifestación del corazón de Dios, expresión de la voluntad del Padre, se derrama amorosamente sobre sus sacerdotes.
Cuando Caifás, Sumo Sacerdote, le pregunta a Jesús en nombre de Dios que le diga si es el Hijo del único Dios, Jesús, que hasta entonces había estado callado, le responde respetuosamente, porque Caifás era el Sumo Sacerdote, representante suyo, y porque se lo pedía en el Nombre del Padre: “Yo soy, tú lo has dicho”.¡Oh, Jesús, mi Buen Pastor, mi único Sacerdote, “Cordero que vas a la muerte sin exhalar una queja”!, dame sentir en tu alma tus latidos amorosos y paternales para con aquellos que son tus otros Tú, y que vea yo en ellos a mi Buen Pastor que tiene que llevarme al aprisco del seno del Padre. Y dame el único alimento que ellos tienen que dar en el seno de la Iglesia, que es tu vida infinita.
Si supiéramos lo que son los sacerdotes para el corazón de Cristo, ¡con cuánto amor y veneración hablaríamos de ellos y los respetaríamos…! Porque si Caifás, que era figura y representación de aquel Sacerdote Eterno a quien él mismo mandaba de parte de Dios, como Pontífice, que le dijese quién era, fue respondido tan humildemente por el mismo Cristo, el Hijo del Dios vivo, ¡con cuánto más respeto habremos de tratar nosotros al sacerdote del Nuevo Testamento, en el cual Cristo, derramándose por el Espíritu Santo, ha depositado todos los tesoros infinitos de vida eterna que Él, como Dios, quiere comunicarnos…!
Los santos, que vivían en la verdad, habiendo llegado en su limpieza de alma a penetrar y a intuir en la sublimidad altísima del sacerdocio, nos han dejado recuerdos verdaderamente sublimes.
En una ocasión decía un alma santa que sentía deseos de adorar al sacerdote de Cristo y de ir detrás de él besando por donde éste pisaba, deslumbrada ante la dignidad excelsa del representante de Dios, porque, en la luz del Espíritu Santo, había comprendido la grandeza casi infinita del sacerdote del Nuevo Testamento.
Iluminado por el mismo Espíritu de Dios decía un rey santo que, si él en su vida se encontrara un sacerdote que, por fragilidad humana estuviese pecando, se quitaría su manto de rey y lo echaría sobre el sacerdote, para que todos cuantos le vieran creyeran que era el rey quien pecaba, quedando así intacta la fama del sacerdote.
Esto es sentir con Jesús, vivir de lo espiritual, latir con Cristo. ¿Hacemos los Cristianos de hoy como los santos de ayer y como los de ahora, sabiendo que lo que hagamos con sus ministros, con Jesús lo hacemos…? ¡No seamos de esas personas que, haciendo juego al demonio, propagan o descubren todos los defectos que, por fragilidad humana, éstos cometen!
Dice la Sagrada Escritura que “el justo cae siete veces”. Y si “el justo cae siete veces” y toda criatura mortal está expuesta a la caída, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a nadie, y mucho menos a aquel que es el representante directo del mismo Dios altísimo?
“No juzguéis y no seréis juzgados”. Todo lo que hablemos del sacerdote de Cristo o los defectos que le saquemos, va en menosprecio y menoscabo de nuestra misma religión y de nuestro ser de Iglesia, pues el tesoro de la Iglesia está encerrado en los sacramentos que tiene que administrar el sacerdote de Cristo. ¡Y cuántas veces en tu vida, en vez de ayudarle con tu oración y sacrificio, le haces daño por dejarte llevar de juicios humanos…!
El mayor triunfo del demonio es cuando un sacerdote, por su fragilidad, cae en faltas y a veces en pecado. Cuida de la fama de ellos y de sus almas participando del corazón de Dios. Venera o respeta al sacerdote de Cristo, al de tu parroquia, al de tu pueblo, al que dirige tu alma. En la medida que vivas de Jesús, le verás a Él en el sacerdote, y ¿sabes que la prudencia es la virtud que regula todas las demás y que sin ésta todas están descabaladas?
Hijas mías, cuando en vuestra vida no os quede lugar más que para amar a Dios, veréis, como fruto de esto, que vuestro amor al sacerdocio se identifica con vuestro amor a Dios y, entonces y sólo entonces, podréis desenvolveros tranquilas con relación a ellos, sin miedo a hacer daño a algún sacerdote. Porque entonces los latidos que sintáis en vuestro corazón hacia él serán como un eco de los latidos del corazón de Cristo, que os piden por ellos santidad e inmolación. ¡Sí, solamente cuando Dios y su gloria llenen totalmente vuestras almas y no os quede lugar para más…!
El sacerdote de Cristo es el otro Cristo en la tierra, el buen pastor y el buen padre que tiene que estar dispuesto a dar la vida por sus ovejas. Y esto lo conseguirá él más fácilmente si tú y yo le ayudamos por nuestra vida de oración. Porque, aunque es el ungido y consagrado al servicio de lo Sagrado, y su dignidad es inmensa, casi infinita, no por eso deja de estar contenida en vaso frágil de barro. Y nosotros, todos los cristianos, tenemos que cooperar y ayudar a que ese vaso no se quiebre y se desperdicie todo lo que por medio de él Dios quiere comunicarnos de vida divina. ¡Vasija sagrada que por cualquier cosa puede ser profanada…!Si conociéramos la dignidad altísima del sacerdote de Cristo, penetraríamos en estas palabras de la Sagrada Escritura con las cuales el mismo Dios nos dice cómo tenemos que obrar con éste: “¡No toquéis a mis ungidos, no hagáis daño a mis profetas!”Si conociéramos la dignidad del sacerdocio del Nuevo Testamento por el cual se nos da en comunión el mismo Verbo de la Vida…
El sacerdote es padre de almas, y solamente como a tal se le debe mirar.
Hija mía, en tu pensamiento, en tu palabra, sólo debe estar cuando de Dios te acuerdes o para ir más a Dios, porque si por ti algún sacerdote fuera dañado, se te pediría una cuenta tan estrecha el día del juicio, que difícilmente podrías salvarte de las manos del Sacerdote Eterno que los eligió para que fueran sus prolongadores, y a quienes ama más que a la niña de sus ojos.
Sacerdote de Cristo, ¡yo te venero!, seas más o menos perfecto por tu fragilidad humana. Yo te venero porque veo en ti volcada toda la complacencia de Dios que te ha escogido para ser prolongación de su mismo Verbo Encamado, pregonero de su vida divina, mensajero de su Amor Infinito.Yo te venero, sacerdote de Cristo, porque veo en tu real cabeza la unción sacerdotal con que fue ungido el Verbo de la Vida; porque tú eres el llamado, el elegido y predestinado desde toda la Eternidad para darme en posesión la misma felicidad del Dios altísimo.
Yo cubriré virginalmente, como madre sacerdotal, las imperfecciones que tu fragilidad te hace cometer, pidiendo a Dios que caigan sobre mí para expiar yo en mi seno de Iglesia la purificación que éstas necesitan, poniéndome en manos del Sacerdote-Amor para ser utilizada según su voluntad. Y desgarrada con mi Cristo, Sacerdote y Víctima, con mi Verbo Encarnado, con mi Esposo divino, en mi alma de madre sacerdotal, digo en mi sacrificio incruento o cruento: Dios mío, para que te conozcan en tu vida íntima, en tu ser eterno, en tu paternidad amorosa, en tu infinitud simplicísima, “yo por ellos”, como Cristo, “me santifico”, y así, palpitando con tu mismo amor sacerdotal, clamo contigo por el Espíritu Santo: “¡No toquéis a mis ungidos, no hagáis daño a mis profetas!”
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia