Escrito de la

MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 14 de septiembre de 1997, titulado:

DIOS MÍO, DIOS MÍO,

¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO…?

Anonadada y translimitada ante el insondable e inexhaustivo misterio de la Redención en el Calvario, junto a la Virgen Madre del mayor dolor, mi alma, ahondada en el infinito pensamiento de la Santidad eterna, jadeante de amor y llena de ternura, en postura sacerdotal de adoración reverente y escuchando los lamentos en gemidos del alma de Cristo, necesita beber de los eternos Manantiales que brotan a raudales de su costado.

Y desde la bajeza de mi nada, escuchando las palabras del Divino Redentor, recibir las sapientales y sacrosantas pronunciaciones en deletreo amoroso; con el que, en el último romance de amor de su duro peregrinar, el Cristo del Padre, «colgado de un madero como un maldito» entre el Cielo y la tierra, entre Dios y los hombres, entre la Santidad infinita y el pecado, «el desecho de la plebe y la mofa de cuantos le rodean», nos manifiesta el amor con que nos ama.

No sólo dando su vida como Cordero Inmaculado y sin mancilla, sino llegando, en el desgarro más inimaginable en manifestación del esplendor de su gloria, lacerantemente traspasado en la médula de su espíritu, a expresarnos, en las rubricaciones de su testamento de amor, los repliegues más recónditos, íntimos y sacrosantos del palpitar de su alma dolorida.

Pues, en demostración gloriosa y desgarradora, se dona en expresión cantora de retornación reparadora a la Santidad del Dios tres veces Santo ultrajado y ofendido.

Y en manifestación majestuosamente soberana de víctima sangrante, presentándose ante esa misma Santidad del que Es con la carga innumerable de todos nuestros pecados, clama, como despavorido, en el momento supremo de la Redención de la humanidad caída, y como Reparador de toda ella en y por la plenitud de su Sacerdocio:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado…?».

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Y mi alma, profundamente penetrada del infinito pensamiento y sumergida en el trascendente misterio de la Redención, rompe en expresión comunicativa, llena de lamentaciones, ante ese momento sublime de la consumación de la Pasión sacrosanta del Divino Redentor;

que es y encierra en sí el abrazo eterno de Dios con el hombre mediante la unión hipostática de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la persona del Verbo, en matrimonio indisoluble de desposorios eternos entre la criatura y el Creador, por el misterio sublime, tan profundo como trascendente y desconocido, de la Encarnación; realizado en las entrañas purísimas de la Virgen por voluntad del Padre, bajo el impulso abrasador del arrullo amoroso del Espíritu Santo.

Misterio descubierto al alma amante que, viviendo bajo el cobijo de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación, es introducida por la mano del Omnipotente en el regazo de la Virgen que, de tanto ser Virgen, rompe en Maternidad divina bajo el ímpetu infinito y eterno, divino y divinizante del aleteo sagrado en paso de Esposo del Espíritu Santo.

El cual, «con su diestra la abraza y con su siniestra la sostiene», para que la Señora no desfallezca de amor ante su brisa en silencio cadente de paso de fuego, que, en tiernos requiebros de amor, la ennoblece y la engalana tan maravillosamente que la hace Madre del mismo Dios infinito Encarnado;

Madre del Amor hermoso, que dolorosamente al pie de la cruz, en el ejercicio del peculiar sacerdocio de su Maternidad divina, ofrece al Padre al Unigénito Hijo de Dios, que hecho Hombre es también su Unigénito Hijo, en oblación corredentora de Maternidad divina y universal:

«Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre…; y viendo Jesús a su Madre y al discípulo a quien amaba que estaba allí, dijo a su Madre: “Mujer: he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu Madre”. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa».

Mientras que el alma enamorada, venerante y adorante, abismada en la profundidad sacrosanta de la Encarnación, como en vuelo, penetrando en el Sancta Sanctórum de la Señora, paladea en sabiduría amorosa algo del gran misterio que en Ella se obra;

quedando la criatura trascendida y profundamente anonadada ante el poder, en lanzamiento sobre la Señora, de la excelencia del Infinito Ser, que la penetra con el néctar riquísimo del saboreo de su misma Divinidad, iluminando, desde la altura de su excelsitud, a los limpios de corazón.

Los cuales «verán a Dios» en la tierra del modo que el mismo Dios solo sabe, bajo el centelleo luminosísimo de la fe que, llenándoles de esperanza, los hace suspirar jadeantes durante este peregrinar por el mañana de la Eternidad.

Donde contemplarán el Misterio infinito del Ser trascendente en la luz de su misma Luz, sin poderlo abarcar por la perfección en posesión y en subsistencia infinita y eterna del que se Es; abrasados en el amor coeterno del Espíritu Santo, que los introducirá en el Festín infinito de las divinas Personas para siempre, con la llenura de su esperanza repleta, mediante la posesión del mismo Dios que los hará dichosos por toda la Eternidad.

Secretos que la criatura no es capaz de penetrar tal cual son y mucho menos de manifestar, por más que lo procure, valiéndose de sus pobres expresiones; y que la mente entorpecida del hombre carnal, tan acostumbrada a vivir de sus pobres y humanos pensamientos, es aún más impotente de comprender.

¡Oh misterio de la Encarnación obrado por el infinito poder del que se Es…!

Donde tuvo principio la reconciliación de Dios con la humanidad caída por el pecado de nuestros Primeros Padres, en las entrañas de la Nueva Mujer. La cual siendo Virgen, y por obra del Espíritu Santo, daría a luz a un Hijo al que pondría por nombre Emmanuel, «Luz de Luz y Figura de la sustancia del Padre»; en manifestación esplendorosa del poder de Yahvé que, derramándose en compasión de ternura y misericordia sobre el hombre, en romances de amores eternos, en el instante sublime y trascendente de la Encarnación, cumplió su promesa anunciada por los santos Profetas: «Con amor eterno te amé»; «Ellos serán mi Pueblo y Yo seré su Dios».

Ya que, por el misterio de la Encarnación, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», uniendo en sí a Dios con el hombre en matrimonio indisoluble de desposorios eternos entre la criatura y el Creador, entre el Todo y la nada, entre la tierra y el Cielo: «Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, Yo seré tu esposo, en fidelidad, y tú reconocerás a El que Es».

Siendo éste el principio perfecto y abarcador de la reconciliación de Dios con la humanidad caída, que el Divino Maestro nos fue manifestando durante los treinta y tres años de su vida en el doloroso Getsemaní de su pasión incruenta, en la cual Jesús vehementemente clamaba:

«Con un bautismo de sangre tengo que ser bautizado y cómo está en prensa mi corazón hasta que no lo vea cumplido».

«El que tenga sed que venga a mí y beba». «El que beba del agua que Yo le diere, no tendrá jamás sed; que el agua que Yo le dé se hará en él una fuente que salta hasta la vida eterna».

Reconciliación que culminó en la pasión dolorosa del Ungido de Yahvé, el Cristo del Padre, expresando los sentimientos más profundos e íntimos de su corazón palpitante de amor y ternura: «Pueblo mío, Pueblo mío, ¿qué pude hacer por ti que no hiciera», en desbordamiento de amor lleno de compasión misericordiosa sobre el hombre?.

Amor que se nos manifiesta, por el esplendor de la gloria de Yahvé, único Dios verdadero, en su Unigénito Hijo, Jesucristo su Enviado, con el derramamiento de su Sangre redentora en el patíbulo de la cruz.

En el cual, el Divino Redentor, colgado de un madero, con los brazos extendidos y el corazón traspasado, nos demostró que «nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos».

Y clavado entre el Cielo y la tierra, y en la plenitud del ejercicio de su Sacerdocio, con gemidos que son inenarrables por el Espíritu Santo, comprendiendo que era llegado el momento cumbre y sublime de la Redención –«cuando sea levantado en alto todo lo atraeré hacia mí»–; exclamaba, al sentirse abrasar en sed torturante de rescatar a toda la humanidad del pecado cometido contra la Santidad infinita de Dios ofendida y ultrajada:

«¡Tengo sed…!»;

reseco en la terrible agonía de su dolorosa pasión que le llevó a dar la vida para salvarnos, y con su alma palpitante y desgarrada ante el desamor de los que amaba.

«Tengo sed» de dar gloria al Padre y de llevar las almas a su seno, para saciar, con el derramamiento de mi Sangre, la sed reseca del corazón sediento del hombre.

Llegando la manifestación de que «amando a los suyos los amó hasta el extremo», como en una locura de amor infinito del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas en desgarradora inmolación, cuando, al sentirse como abandonado del Padre, exclama:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado…?».

Palabras misteriosas, que, penetrando aguda y dolorosamente la médula de mi espíritu en postración reverente de profunda y venerante adoración ante el Ungido de Yahvé pendiente de un madero, y profundizada en el pensamiento divino, me hacen comprender algo del dolor lacerante del alma de Cristo:

En un desbordamiento de desgarro y desolación de pavorosa y aterradora soledad por el rechazo del Padre contra el pecado que, cargando sobre sus hombros, siendo el Cristo, Él tenía que reparar en y por la plenitud de su Sacerdocio, como Reconciliador del hombre con Dios, «gritó con voz potente:

 “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado…?”»

Palabras cargadas de misterio, que culminan con el fruto de la Redención mediante la reconciliación de Dios con el hombre, por el desolador desamparo del Cristo del Padre; implorando el perdón de misericordia a la Santidad infinita del Dios ofendido –«Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»– que exigía, por justicia, reparación infinita mediante la inmolación de su Unigénito Hijo, hecho Hombre, en la plenitud y por la plenitud de su Sacerdocio ejercido entre Dios y los hombres, entre el Cielo y la tierra, entre la humanidad y la Divinidad.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado…», si soy el Hijo de tus complacencias, el Santo que mora siempre en tu seno y que he venido a los hombres para inmolarme en sacrificio cruento de reparación a tu Santidad infinita ultrajada y ofendida…?:

«No quisiste sacrificios ni holocaustos, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces Yo dije: “He aquí que vengo –en el volumen del libro está escrito de mí– para hacer ¡oh Dios! tu voluntad”.

Y “en virtud de esta voluntad somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez”».

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado…?»

Cristo de Limpias

Esta pobre y pequeña, desvalida y asustada hija de la Iglesia, siendo introducida de alguna manera en la profundidad de estas palabras, en un momento de expectación penetrativa y anegada de dolor, comprendió algo de su sacrosanto misterio.

Penetrando en él para que lo manifestara, le fue descubierto en

sabiduría amorosa de aguda profundidad –del modo que la criatura, mientras viva en este destierro, puede saber los secretos de los misterios divinos para que los proclame– algo del significado recóndito de esas dolorosas palabras, que laceraron el alma santísima de Cristo hasta la médula del espíritu; lleno de amor y desgarro por la experiencia del desamparo desolador, no ya de la humanidad, sino del mismo Padre, en el momento cumbre de su crucifixión ignominiosa, en Redención de cruenta inmolación.

¡Qué terribles misterios me ha hecho Dios penetrar y descubrir en el alma de Cristo, como abandonado del Padre!, clamando desgarradamente desde lo más profundo y lacerante de su alma que, al sentirse como rechazada, exclama con gemidos que son inenarrables:

¿«Por qué me has desamparado», si soy tu Ungido, engendrado, no creado, de tu misma naturaleza, tu Palabra, el Cantor de tus infinitas perfecciones, la Manifestación de tu voluntad cumplida en donación infinita de amor al hombre, el Hijo de tus complacencias, que moro siempre en tu seno, abrazados en el amor coeterno del Espíritu Santo?

«¡¿Por qué me has desamparado…?!».

Comprendiendo mi espíritu, adorante y lacerado, que, con esas palabras, Cristo manifestaba el abandono, la soledad y la angustia de su alma, al ser Él el Receptor de los pecados de toda la humanidad, aunque era el Santo, el Impecable –«a quien no conoció el pecado Dios le hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de Dios»–; y que en su alma santísima contemplaba a Dios cara a cara, inundada del gozo más profundo ante la visión beatífica y sin velos, en todos y cada uno de los momentos de su vida, de la gloria del Omnipotente, que Él mismo era por su Persona divina, y al que respondía en alabanza, acción de gracias y adoración infinita.

Siendo precisamente la contemplación sin velos de la Santidad infinita del Dios altísimo que se opone con la terribilidad de todo su ser al más mínimo movimiento pecaminoso, la que proporcionaba a Cristo el dolor más grande mientras moraba en la tierra; y especialmente en el momento redentor de la cruz ante el contraste de tener que cargar sobre sí los pecados de todos los hombres, que se oponen a todo el ser de Dios manifestándose en voluntad de Santidad contra el pecado.

Pecado que Cristo conocía en su justa medida como ofensa y rebelión contra el Dios tres veces Santo, al contemplarle cara a cara en la hondura luminosísima que correspondía a la humanidad de su misma persona como Verbo Encarnado.

Llegando el dolor y el martirio de su alma a ser como incontenible ante el choque de Dios que pide reparación, y de Dios que se inmola, siendo Hombre, en representación de los pecados de la humanidad y con la carga de todos ellos; reclamando la misericordia compasiva del perdón, que su Sangre divina de reparación inmolante exigía en justicia, en la lucha definitiva como Representante del pecado de sus hermanos, en conquista de gloria redentora.

Por lo que, al volverse el Cristo hacia el Padre, implorante, como representación y con la carga ingente de todas nuestras culpas, la Santidad infinita del Eterno Ser tenía que volverle el rostro ante todo aquello que Él representaba –pero no ante su Unigénito Hijo en el cual tenía todas sus complacencias– ¡en rechazo!, por la perfección intocable de la Santidad eterna.

Repercutiendo este rechazo en el alma santísima del Cristo del Padre, que, como Divino Redentor, en la plenitud del ejercicio de su Sacerdocio, como un maldito, colgado entre el Cielo y la tierra, «despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta», imploraba, como Misericordia Infinita Encarnada, a la Misericordia Infinita ultrajada, el abrazo Reconciliador del Padre con el hombre;

siendo Él el Hombre-Dios que quita los pecados del mundo, y que, por la inmolación de su vida en sacrificio de reparación de méritos infinitos, exigía, en justicia, ante la voluntad del Padre cumplida por Él en derramamiento de su Sangre redentora, que el mismo Padre manifestara su voluntad de perdón sobre la humanidad entera.

¡Cristo, como el Unigénito del Padre, y siendo Él el Hombre representante de todos los hombres, al mismo tiempo que el Dios que tenía que ser reparado;

en y por la plenitud del ejercicio de su Sacerdocio, reclamaba la clemencia, por justicia de reparación infinita, ante el Dios tres veces Santo ofendido…!;

en una como lucha, sin lucha, entre el Padre que, como infinita Santidad, no podía abrazar a su Hijo con la carga de tantos pecados, y la petición sangrante de su Hijo inmolado:

«Padre Eterno, soy el Hijo de tus infinitas complacencias como Dios y como Hombre; o me abrazas como estoy ante Ti con la carga de los pecados de todos mis hermanos, o quedo rechazado, como Primogénito en representación de la humanidad, con todos ellos».

No sé cómo mi lengua empecatada y entorpecida podrá expresar lo que penetraba y comprendía mi espíritu, en el instante-instante cumbre y supremo de la Redención, iluminada por las Lumbreras sapientales de Dios, ante la lucha, sin lucha, del Dios inmolado, que pedía misericordia al Dios ofendido, el cual Él mismo era…

Esta pobre hija de la Iglesia, sin saber, en su limitado balbucear, cómo descifrarlo, contemplaba a la Infinita Santidad volviéndose contra el pecado en repulsa infinita, y al Cristo del Padre que le pedía implorante en reverente adoración:

«Padre, recíbeme, abrázame, como a tu Unigénito Hijo, en lo que soy por Ti mismo; y abrázame también, como el Representante de toda la humanidad, con la carga innumerable de los pecados de todos mis hermanos que represento ante Ti, y por los que te reparo infinitamente».

Comprendiendo y contemplando, sobrepasada y atónita, llena de veneración, respeto y santo temor de Dios, anonadada y temblorosa, en un instante sublime de expectación sorprendente, de reparación infinita para Dios, y de gloria inimaginable para el hombre;

cómo la Santidad eterna, en un momento como de vacilación amorosa lleno de compasión, ternura, misericordia y amor –que repercutía tan dolorosamente en el alma del Redentor, sintiéndose agónico y desamparado–, pero sin vacilación, porque no cabía vacilación en el corazón del Padre para abrazar con todas las consecuencias a su Hijo, al que siempre tiene en su seno engendrado y engendrándolo, y teniendo el rostro vuelto contra el pecado que Éste representaba;

volviéndose hacia Cristo, su Unigénito Hijo, Luz de su misma Luz y Figura de su sustancia, uno con el Padre y el Espíritu Santo en un mismo ser, que mora siempre en el Seno del Padre, el Hijo de sus complacencias, Palabra Cantora de las infinitas perfecciones, y que le reparaba infinitamente con la inmolación en sacrificio cruento, bajo el impulso del mismo Espíritu Santo;

como en un delirio de locura del Amor Infinito reventando en compasión llena de misericordia, ¡¡lo abrazó!!; ¡y, con Él, a toda la humanidad!

Aunque con el rechazo consecuente del «no» de esta misma humanidad, si no se acogía a la Sangre redentora del Hijo de Dios Encarnado.

Trinidad

Y este es el misterio ¡del amor de Dios hacia el hombre!, que el mismo Dios me hizo comprender y que yo nunca sabré explicar por faltarle a la lengua humana expresión para deletrearlo en su proclamación de lo indecible e incomunicable.

Y el Padre, en donaciones de infinitas misericordias, abrazando a su Hijo que se presentó ante Él en reparación y con la carga de los pecados de todos los hombres, manifiesta que en complacencia amorosa e infinita ante su Unigénito inmolado, su divina voluntad ha sido cumplida en reparación redentora de valor infinito y que la restauración del hombre caído ha sido verificada.

Por lo que Jesús, a continuación, ante el abrazo del Padre y la consumación de su Sacrificio infinito en reparación efectuada, «para que se cumpliera la Escritura dijo:

“Todo está cumplido”.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”» .

Y con estas palabras, el Ungido de Yahvé, el Cristo del Padre, inclinando su cabeza, descansando con su triunfo de gloria en su lucha final como Redentor, expiró.

Rescatando con su muerte a la humanidad como Representante de Dios ante los hombres y como Representante de todos los hombres con su «no» espeluznante, ante la Santidad infinita de Dios ultrajada y reparada infinitamente por Él.

¡Qué lucha amorosa de tan profundo e intenso dolor, me ha hecho el Señor comprender!, de misterio y de amor, de misericordia y ternura, de rechazo y compasión cayendo misericordiosamente sobre la miseria del hombre en manifestación del esplendor de la gloria de Yahvé, que es todo cuanto puede ser, y puede hacer posible lo imposible por medio del misterio de la Encarnación que unió a Dios con el hombre en la persona del Verbo; que, en prodigiosa proclamación del derramamiento de su amor, murió crucificado en Redención cruenta, porque «sus misericordias son eternas» y no tienen fin.

Qué lucha –sin lucha–, la que se estableció entre la Santidad del Padre ofendida, que no podía aceptar al pecado, y la misma Santidad que, en su Unigénito, vuelta hacia el Padre, le imploraba, en desgarro supremo de infinita y cruenta inmolación:

«Abrázame con toda la humanidad, o me rechazas con toda ella».

Y así, el Representante de Dios entre los hombres, efectuó la Redención durante todos los momentos de su vida, pero especialmente en la lucha del triunfo final de amorosa misericordia; en la cual el Cristo del Padre, inmolado y colgado de un madero, como Cordero Inmaculado y sin mancilla, pero con la carga de todos nuestros pecados y representante de la humanidad, vuelto a la Santidad del Padre, de sí mismo y del Espíritu Santo, ofendida, exclamó con gemidos inenarrables:

«Dios mío, Dios mío…, ¡¿por qué me has desamparado…?!».

Y de esta manera tan gloriosa, tan sublime, tan inimaginable, sorprendente y casi imposible, tan divina y tan humana; por la manifestación del Amor Infinito hacia la miseria, en el Unigénito del Padre y por el Unigénito del Padre, Dios hizo, por la magnificencia de su infinito poderío, posible lo imposible: ¡abrazó al Hombre cargado con los pecados de toda la humanidad!

Y Cristo, mediante su muerte y resurrección, por este abrazo, en el ejercicio de la plenitud de su Sacerdocio; a todos los que, acogiéndonos a su Sangre santísima, nos aprovechemos de ella brotando a raudales por el taladro de sus cinco llagas y de su costado abierto, por el cual se abrieron y fluyen los infinitos y eternos afluentes de los Manantiales de agua viva que salta hasta la vida eterna; nos lleva al gozo de la participación de la misma vida de Dios en luz de Eternidad, llenando el fin para el cual hemos sido creados, y restaurados por el mismo Cristo.

Y cuando Jesús «exclamó con fuerte voz diciendo: “Dios mío, Dios mío…, ¿por qué me has desamparado…?”» en el momento cumbre de la Redención de la humanidad;

y tras ello «cuando hubo gustado el vinagre dijo: “Todo está cumplido”, e inclinando la cabeza entregó el espíritu», «y uno de los soldados con la lanza le atravesó el costado»;

esas palabras santísimas del Unigénito del Padre y del Hijo de la Virgen, taladraron tan lacerante, aguda, penetrante y profundamente la Madre dolorosa del Calvario, que fue realizada y cumplida en Ella la profecía del anciano Simeón:

«Éste está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y a Ti una espada de dolor te atravesará el alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones».

Cristo

Pudiendo decir la Virgen con su Hijo: «Dios mío, Dios mío…, ¿por qué me has desamparado…?». Y añadir con Él: «Todo está cumplido».

Muriendo con Él en muerte mística al pie de la cruz.

Y terminada la Redención, apoyada la Virgen en la fuerza omnipotente de su Hijo, y recayendo sobre Ella el fruto de toda la Redención, descansó con su misión corredentora universal terminada y cumplida en derramamiento de Maternidad sobre todas las almas, como la Mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente con el Fruto de su vientre bendito.

Quedando la Virgen en espera de la resurrección de su Hijo, y comunicándonos en Él y con Él la vida eterna que, por el fruto de la Redención del mismo Cristo, es concedida a los que mueren al pie de la cruz cruenta o incruentamente, y al amparo de la Maternidad corredentora de María en espera del triunfo definitivo de Cristo.

«¡Bienaventurada culpa! que nos ha traído tal Redentor». El cual, siendo la Vida, ha vencido a la muerte.

Dolorosa

Pudo Jesús, en la plenitud de la perfección que le correspondía como Dios y como Hombre, realizar la Redención sin pasar por la experiencia dramática y dolorosa del rechazo de la Santidad infinita de Dios ante el pecado que Él representaba; con las consecuencias trágicas y espeluznantes para el hombre de la pérdida de Dios con todo lo que esto supone para la criatura.

Pero quiso, por la voluntad del Padre que así lo determinó, en expresión, como Verbo, de deletreo amoroso de esa misma voluntad, y bajo el impulso del Espíritu Santo; para que nada faltara a su humanidad con relación a las consecuencias del pecado, en demostración majestuosa de cómo y hasta dónde nos amaba; vivir voluntaria, libre y experimentalmente las consecuencias del «no» de los hombres a Dios que se rebelan contra la Santidad infinita: el dolor, la muerte, y el desgarro en experiencia del rechazo del mismo Dios contra la carga de los pecados de los hombres, que Él representaba en clamorosa petición de perdón.

Al Primogénito de la humanidad, al Reconciliador de Dios con el hombre caído, porque es Amor que puede y porque es Amor y ama, amor le sobra en la manifestación gloriosa, divina y humana, de su reparación infinita ante la Santidad de Dios ofendida, para pasar a ser, como Hombre, queriendo y pudiendo, uno más entre sus hermanos.

Por lo que este «Dios mío, Dios mío… ¿Por qué me has desamparado…?» es la máxima manifestación amorosa de Dios al hombre, y del Hombre a Dios en glorificación de cruenta Redención que Cristo realizó, de cómo y cuánto nos ama en derramamiento de amor misericordioso; y de cómo y cuánto ha querido y ha sido capaz de padecer experimentalmente en su humanidad, no sólo en su cuerpo sino en su alma, por medio de lo más costoso, dramático y doloroso que Cristo pudo sufrir durante su duro peregrinar sobre esta tierra, al sentirse voluntaria y libremente y en demostración del amor con que nos ama, como rechazado de Dios, sin ser ni poder nunca ser rechazado El que es y tiene por su Persona divina, un solo, único y mismo ser con el Padre y el Espíritu Santo.

Prodigio, prácticamente imposible, que fue realizado por la magnificencia del poder de la gloria del Todopoderoso, que es capaz de ser y estárselo siendo todo cuanto es, puede y quiere, pudiendo ser todo lo infinito en infinitud; y de realizar hacia fuera lo imposible para hacer posible que Dios, al querer hacerse hombre, uno de nosotros, con todas sus consecuencias, para redimirnos, experimentara en su drama de amor, al cargar con nuestros pecados, lo que supone perder a Dios y sentirse rechazado por Él.

¡Gracias, Jesús! Yo sabía algo de cómo y cuánto nos amabas; pero lo que no he podido ni sospechar hasta este día, bajo la luz de tu infinito pensamiento, por la grandeza y magnificencia de tu realidad divina y humana, es lo que eres capaz de hacer y padecer para demostrármelo.

Por lo que mi alma enaltecida, enamorada y profundamente conmocionada, llena de amor puro y delirante hacia Ti exclama con el autor de esta profunda y bellísima poesía:

 No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno, tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.

   Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

   No me tienes que dar porque te quiera:
porque, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.

Siendo Tú, Jesús mío, el Hombre Dios, que teniendo en Ti «toda la plenitud de la Divinidad», ante la mirada de los que no te conocen, eres capaz también de soportar que la mente del hombre, oscurecida y entorpecida al no conocerte y, por lo tanto, no comprenderte en la grandeza de tu sublime y subyugante realidad, siendo tan Dios como Hombre por la unión de tu naturaleza humana con tu naturaleza divina en la persona del Verbo;

voluntaria o involuntariamente desdibuje tanto tu realidad divina, que se atreva a desacralizarte, llegando en su entorpecimiento a profanarte, presentándote sólo casi como un hombre más, por no penetrar que en Ti habita la plenitud de la Divinidad.

Convirtiéndose de este modo la mente del hombre, ofuscada y entenebrecida, en piedra de escándalo y ruina de las almas; no reconociendo que «Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-Nombre”, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble –en el Cielo, en la tierra, en el abismo– y toda lengua proclame: “¡Jesucristo es Señor!” para gloria de Dios Padre».

Ante lo cual, anonadada, aplastada bajo el peso de mi miseria, delirante de amor y ternura, quiero, Jesús, besar tu costado abierto, tus manos taladradas, tu cabeza chorreando sangre y coronada de espinas en ultraje sacrílego de la flagelación; y recibir con María, tu Madre Santísima, al pie de la cruz, la gloriosa y santísima Redención para que me repare, perfeccione y me santifique.

De forma que, en retornación de respuesta amorosa al derramamiento de tu amor en manifestación de derroche de misericordia sobre la humanidad; repita el ofrecimiento de la inmolación de mi vida como en el año 1959, cuando vi a la Iglesia cubierta con un manto de luto, y desgarrada, reclamando mi respuesta de compasión y amor. Ante lo cual me ofrecí como víctima al Amor Infinito por la Iglesia Santa para ayudarla.

Y el día de la Epifanía de 1970, también Dios me la volvió a mostrar tirada en tierra y llorosa, jadeante y encorvada, como sentada sobre una piedra, que volviéndose hacia mí me pidió ayuda. ¡Qué día de Reyes más triste, más desolador y más amargo!: ¡Ayuda a mí!, la última, más pequeña, pobre, desvalida e incomprendida de las hijas de esta Santa Madre; que sintiéndose y siendo más Iglesia que alma, antes dejaría de ser alma que Iglesia Católica, Apostólica y Romana;
dando gloria al Padre, gloria a Ti, Verbo Encarnado, Jesús Santísimo, y gloria al Espíritu Santo, en mi victimación incruenta o cruenta, según tu voluntad lo determine para mí, que siempre será lo mejor.

Para, en derramamiento de mi maternidad universal, en Ti y por Ti, y bajo el regazo de tu Madre Santísima, dar vida a las almas en el silencio de la inmolación en que me encuentro; procurando que llenen el único fin para el cual han sido creadas, llevando al Seno del Padre las máximas que me sea posible, y puedan llegar a ser hijas de Dios, partícipes de la vida divina y herederas de su gloria.

¡Gracias, Jesús! por cuanto hoy me has manifestado, pero yo no soy digna, aunque sé que tus misericordias no tienen fin, porque son eternas, y porque, a mayor miseria, más grande y abundante misericordia.

Por eso mi alma, con Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación, toda Virgen, toda Reina, toda Señora, y toda Madre dolorosa al pie de la cruz, quiere vivir con Cristo y Éste crucificado, y morir en mi grito de lucha incansable:

¡Gloria para Dios! ¡Vida para las almas! ¡Sólo eso! ¡Lo demás no importa!

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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