Escrito de la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA, del día 22 de septiembre de 1974, titulado:
MI MISIÓN ES SER ECO
El día 19, durante el santo Sacrificio del altar, sangrando de dolor en mi espíritu, he mirado a Jesús y he comprendido como nunca el porqué de la hondura de su vivir, del desamparo de sus penas y de la tragedia de su corazón… He visto la grandeza de la perfección del alma de Cristo, capaz de abarcar a todos los hombres de todos los tiempos, dándoles amor y recibiendo traiciones… He vislumbrado la finura penetrante, la perfección y la profundidad profunda del amor con que nos ama.
Parece como si hubiera penetrado en lo que pasaba en el alma de Cristo durante su crucifixión: los dolores de su cuerpo no eran más que una manifestación pequeñísima de las penas profundas que anegaban su espíritu…
¡Qué heridas sangrantes, abiertas y sin cicatrizar, tenía dentro de su alma santísima…! ¡Qué desamparo por parte de los hombres…! ¡Qué agonías las de su corazón! ¡Qué amor…! ¡Qué capacidad, al poder abarcarnos a todos y a cada uno de nosotros, en aquel instante de su vida, con todos y cada uno de los amores o ingratitudes de las nuestras…!
¡Pero qué herida he visto el alma de Cristo…! ¡Qué sangrantes y qué punzantes éramos cada uno de nosotros en su espíritu! ¡He quedado espantada de que Cristo pudiera resistir tanto dolor…!
Cada uno de los hombres era como una flecha hiriente, que el ímpetu infinito del Espíritu Santo, el día de la Encarnación, incrustó en su espíritu con el matiz personal de cada uno… ¡Qué fecundidad la de su paternidad rompiendo en redención…!
He vivido muy profundamente el misterio sangrante del Amor infinito desamado, desconocido y desamparado; penetrando dolorosamente en esta frase de la Sagrada Escritura: «Busqué quien me consolara y no lo hallé…».
¡Qué trágica desolación la de Jesús en la cruz…! ¡Qué desamparo en la profundidad profunda de la hondura de su corazón! ¡Qué tristeza tan aguda la que envolvía todo su ser, buscando, como Amor infinito, amor de los que amaba, en respuesta a la entrega gratuita de su donación…!
¡Cuántas veces durante toda mi vida he sido introducida por Cristo en su alma santísima, sabiendo, de saborear, su donación amorosa a los hombres…! Pero nunca como este día he descubierto ese «punto» sangrante de su espíritu, donde todos y cada uno de los hombres, como una flecha aguda en taladrante penetrar, somos introducidos en su hondura.
Jesús es el «Grito sangrante» del Amor infinito en donación amorosa a los hombres, y la respuesta del hombre al Amor infinito. Es el «blanco» donde las saetas incandescentes del mismo Amor infinito son lanzadas, y el «blanco» también donde todos los hombres, que, como flechas, le van asaeteando en amor o en dolor, en entrega o en ingratitud.
¡Alma de Cristo, desconocida…! ¡Corazón de Jesús, taladrado, receptor viviente de amor y de ingratitud…! Déjame que, hecha una cosa con mi Espíritu Santo, con mi Espíritu mío, yo vaya besando, como cicatrización de amor, todas y cada una de esas heridas punzantes que te son un «no» en dureza de ingratitud…
Yo hoy necesito ser con el Espíritu Santo beso de consuelo amoroso que te diga eternidad, respuesta de los que amas, y entrega de incondicional donación. Pues también yo, ante la contemplación de tu duro penar, he visto en un instante que mi vivir es repercusión de tu vivir, en expresión pequeñita de mi ser de Iglesia.
Toda la vida del Verbo Encarnado sobre la tierra fue un misterio de amor y de desamparo, de entrega por parte suya y de ingratitud por la nuestra. ¡Qué capacidad de recepción la de su alma…!
El Espíritu Santo, impulsado por la voluntad del Padre, besa el alma de Cristo «allí», donde cada uno de los hombres son una realidad viva, vivida y amada por nuestro Redentor…
La redención es la entrega del Amor que muere de amor, amando, ¡de tanto amar…! Y toda la intensidad y extensión de los dolores físicos de Jesús fueron sólo una manifestación hacia fuera del dolor agudo que, en lo profundo de su alma, Él vivía con relación a los hombres.
Cristo era en todo su ser un «Grito» de amor que vivía en nostalgia esperando a sus hijos…, clamando, en el silencio de su dolor, en necesidad de hacerse uno con todos cuantos la voluntad del Padre le dio por el impulso y el amor del Espíritu Santo.
Por eso Jesús es un misterio de amor y de desconsuelo, de entrega y de rechazo por parte de sus hijos; de clamor y de misterio, que en la nostalgia de su corazón, clama en llenuras de posesión de los que ama.
Él pide con necesidad urgente nuestra respuesta a su amor infinito: «Que sean uno, ¡oh Padre!, como Tú y Yo somos uno» y que «donde Yo esté estén también los que me diste». Que estén «allí», ¡oh Padre!, en tu seno y en mi seno, para que sean uno con nosotros en el amor del Espíritu Santo.
Pero la capacidad de Cristo es tan grande, tan perfecta, tanto, ¡tanto!, que con todos y cada uno de los hombres tiene esta misma vivencia en tragedia de amor que se entrega y exige respuesta.
¡Cuánto comprendí este día…! ¡Cómo me experimenté reflejada en Cristo…! ¡Qué bien entendí el dolor agudo que el amor infinito del Espíritu Santo había abierto en su alma al introducirle uno tras otro, como en dardo de amor, a cada uno de los hombres! ¡Porque era el amor infinito del Espíritu Santo el que, obrando la Encarnación en el seno de la Señora, los impulsaba a todos en el ímpetu de su fuego, introduciéndolos en el alma de Cristo…! Todo es obra del Espíritu Santo, porque es obra del Amor de Dios para con el hombre…
Y el mismo día de la Encarnación, Cristo, que era el Amor infinito por su persona divina, quedó victimado en su alma santísima por la recepción de ese mismo Amor y por la ingratitud de todos los hombres, que, al decirle que «no», le heríamos en lo más profundo y sagrado de la médula de su espíritu.
¡Cómo he comprendido en este día lo que éramos cada uno de nosotros para su alma santísima…! Y al verle en la cruz, como un pingajo, he comprendido también que mi pena era sólo reflejo de la suya, porque era amor de Espíritu Santo y fruto de ese amor desgarrado…
¡Cómo me vi reflejada en el alma de Cristo…! Pues también vi a mi alma como un pingajo, destrozada y herida en lo más íntimo y recóndito, allí, donde sólo Dios mora para Él y para mí, y donde están […] las almas que Dios introduce en lo profundo de la médula de mi espíritu…
Y en ese mismo instante he sentido la caricia del Amor infinito en beso de Espíritu Santo, en cariño de Esposo, en protección de consuelo y bálsamo refrigerante que cicatriza las heridas de la médula de mi ser: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy Yo como la da el mundo».
He mirado a Jesús y me he mirado…, y me he sentido nuevamente, no sólo el «Eco de la Iglesia mía», sino el Eco del alma de Cristo; y he sabido de su amor y de su dolor, de su grandeza de espíritu y del fruto de su fecundidad que le hace morir en nostalgia de amor por los que ama.
Cristo se ha vuelto al Padre queriéndole glorificar, y lo ha conseguido del modo sangrante que en su naturaleza humana ha podido. Pero el Padre, para que el dolor de su Hijo en fruto de reparación para Él y manifestación de amor para las almas sea más fuerte, ante la agonía de su corazón, le ha dejado en silencio de muerte…
Jesús busca consuelo en los Apóstoles, ¡y también un silencio de muerte le ha respondido…! ¡Cómo necesitaba Jesús, en aquellos momentos de dolor, de la cercanía espiritual y física de los que amaba…! Pero, en la demostración total de su desamparo, ¡estaba solo…! Allí se encontraba su Madre y el discípulo a quien amaba… Así también se sintió mi alma como «Eco» pequeñito del alma de Jesús: buscó en su añoranza…, en su nostalgia…, en la muerte sangrante que le producía la herida de su espíritu… buscó a […] las almas, ¡y estaban lejos…!, ¡muy lejos…!
¡Qué grande es ser «Eco de la Iglesia mía»…! ¡Qué grande es ser Eco de Jesús y de María…! ¡Qué pequeñito es el eco…!; sólo y siempre repite… No tiene otra capacidad ni sabe hacer otra cosa; es repetición amorosa o sangrante, de vida o de muerte, de gloria o de desgarro… Porque también, como Jesús, en estos días he sentido que el poder de las tinieblas se abalanzaba sobre mí… He experimentado oleadas terribles de infierno, en la cercanía espantosa de la amargura de su contacto.
¡Qué pequeñito es ser Eco…! Pero ¡qué grande es vivirlo…! La paz inundó mi ser con el consuelo del ángel confortador, que para el «Eco» pequeñito del alma de Cristo en aquella mañana fue el mismo Espíritu Santo cicatrizando mis heridas… Y desde ese momento la dulzura de su cercanía me invadió, pero en el dolor, tristeza y petición de respuesta en nostalgia de los que amo…
Estos días he cantado mi canción. He llenado mi misión como «Eco de la Iglesia mía», repitiendo los sentimientos profundos del alma de Cristo en derramamiento de amor a los suyos y en necesidad de respuesta.
«Allí», donde Dios me besa…, donde mete a […] las almas …; donde están los que amo…; «allí»… en aquel «allí» de lo recóndito de mi espíritu donde mora Dios para Él, para mí y para […] las almas , «allí», me siento herida en el mismo punto donde me siento besada por el Espíritu Santo en beso de fecundidad, de plenitud de vida, de redención.
¡Cuántas veces, como Jesús, clavada en la cruz, busco la cercanía de los míos ¡y no la encuentro…! Y aunque el Espíritu Santo esté cerca, dentro del alma, besándola y queriéndola, el mismo Espíritu Santo la impulsa a clamar por los que ama en llamaradas de amor y de respuesta.
¡Qué duro es ser «Eco» de la Iglesia, de Cristo y de María, en el país del desamor…! Pero hoy, por una misericordia de Dios, he comprendido el sufrir trágico de estos días en la hondura de mi corazón, en aquel punto donde Dios mora y el Espíritu Santo me besa con amor de Esposo, […]; porque la redención ¡es así!: amor de entrega y respuesta de desamparo…, petición de amores y nostalgia de los que amamos…, clamores de extendimiento en la cruz y búsqueda, la mayoría de las veces, de consuelos de eternidad en silencio de muerte.
El «Eco» de Jesús ha repetido, en su modo pequeñito de ser, algo de la hondura del misterio del Redentor… Y si el Espíritu Santo no hubiera venido con consuelo de Esposo y cicatrización de amor, hubiera muerto de angustia como Jesús en el Calvario.
No he tenido en estos días fuerza para clamar por la eternidad; ¡sólo clamar por […] las almas, en la experiencia de una profunda lejanía…! Pero ¡¿cómo contaré, y a quién, cuanto he vivido en mi muerte de cada minuto y cada instante, sintiéndome desgarrar en lo más profundo de la médula de mi ser, en un «por qué» sin respuesta, que sólo me hacía clamar en necesidad de cercanía de los que amaba…?!
Ahora comprendo por qué el día 19 por la mañana, durante la santa Misa, en el mismo instante que vi a mi alma como un pingajo, al volverme a Cristo crucificado me quedé espantada ante la desolación trágica de la suya asaeteada en dardos de amor por el beso del Espíritu Santo, que eran como saetas que introducían a sus hijos, allí, dentro de la profundidad de su espíritu…
¡Qué grande, qué inmenso he visto a Cristo…! ¡Qué aplastado por su amargura…!, ¡con qué necesidad de respuesta ante su amor infinito para con sus hijos…! y ¡qué solo en el desamparo del Calvario…! En ese mismo instante me sentía besada por el Espíritu Santo en bálsamo de amor que cicatrizaba las heridas que había en mi espíritu, en el hondón hondo de mi profundidad…
Pero ha sido hoy cuando he comprendido que yo, estos días, estoy llenando mi misión de Eco de Jesús en el seno de la Iglesia. Por la pequeñez de mi espíritu y la grandeza de la prueba, no he sido capaz de descubrir hasta hoy que mi misión es también ser Eco de Jesús y de María…
Yo soy el «Eco de la Iglesia mía» en todo cuanto encierra y contiene. Soy expresión de su vivir, de su tragedia y de su Canción, y por eso me abraso, en las contenciones de mis apreturas, por el toque sabroso, deleitable e íntimo del Espíritu Santo. Y quiero expresar a Cristo aunque me muera, aunque reviente en las opresiones de mi expresar, aunque, para ser «Eco» de mi Cristo sangrante, tenga que saborear la amargura de su desolación, que sentir sobre mí el momento del poder de las tinieblas y que experimentar el dolor profundo en nostalgia de: ¡Almas para Dios…!, ¡hijos para su Seno! […].
¡Qué grande es ser Iglesia…! Si yo, que sólo soy dentro de ella su «Eco» pequeñito, me siento sólo alma para vivirla en las contenciones de sus apreturas, ¡¿qué será el manantial de sus inexhaustivas perfecciones…?! ¡¿Cómo podrá la Iglesia mía contener en su seno a Dios viviendo su vida, a Cristo con toda su realidad, a María con el derramamiento de su Maternidad con todo cuanto esto encierra de entrega y de respuesta…?!
¡Ya no me importa sufrir aunque sea el desamparo de los que más amo…!, pero no por eso he de dejar de sentir mi amargura, mi pena y mi desolación… ¿Cómo seré «Eco» pequeñito del alma de Cristo, si no repito su vivir en canción de amor a los hombres?
¡No me tengáis miedo, miembros de la Iglesia mía, que yo sólo soy Iglesia y más Iglesia que alma…! Y porque soy más Iglesia que alma, en la contención pequeñita de cuanto encierro, vivo con Cristo en cada uno de los momentos de mi vida una llenura de eternidad…, una nostalgia de su encuentro…, una vivencia de maternidad…, una necesidad de entrega y respuesta…, una victimación redentora, bajo la acción cariñosa, íntima, cálida, penetrante y nutritiva del Espíritu Santo.
Yo soy el «Eco de la Iglesia mía» y repito su canción como puedo, en mi modo de ser pequeñito; pero, ante la contención de cuanto encierro, me abraso en sus vivencias.
¡Gracias, Señor, por la grandeza del misterio que encierras…! Gracias por hacerme Eco pequeñito de tus contenciones, aunque para esto mi espíritu viva, en cada uno de los momentos de mi vida, del cielo en la tierra y de destierro en mi redención, que es victimación profunda y desgarrada en desamparo, en entrega de amores y en necesidad de respuesta…
¡Gracias, Señor, porque no soy un ángel y puedo sufrir contigo tu redención…! Los ángeles sólo pueden gozar, pero no saben el amor que encierra decir a Dios que «sí» en la cruz…
¡Cuánto he vivido hoy…! Cómo podrá comprender el que no vive su ser de Iglesia lo que es serlo, y, dentro de ella, ser el «Eco» que repite cuanto es, cuanto vive, cuanto encierra y cuanto contiene en la apretura del misterio de Dios con ella, en la contención del misterio de Cristo y en la hondura de la Maternidad de la Virgen… Y todo esto dentro del ámbito de la voluntad divina, realizada por el impulso, el amor y la acción santificadora del Espíritu Santo…
¡Gracias, Señor, por haberme hecho «Eco» de todo tu misterio en el seno de la Iglesia!
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia