Escrito de la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 12 de diciembre de 1974, titulado:

¡EN EL SAGRARIO ESTÁ EL SER…!

Yo clamo por el Ser, por la posesión de la conquista del Infinito, por la cercanía de la brisa callada del Espíritu Santo…

Suspiro jadeantemente por el Amor; le llamo en una nostalgia profunda que, impulsándome hacia la Luz luminosa del Sol Eterno, me lanza vertiginosamente tras Él, sin poder contener el ímpetu candente de mi corazón.

Yo clamo por el Ser en torturas agonizantes de su posesión, en ímpetus continuados de nuevos impulsos que me hacen suspirar constantemente, sin pronunciar palabra, en tendencia incontenible hacia Él, con la velocidad del rayo y el ímpetu del huracán, atraída por la fuerza misteriosa del que se Es…

Mi vivir es la continuación de un acto de amor que Dios infundió en mi pecho el día que me llamó a Él, y que durante toda mi vida está siendo pronunciado, para perpetuarse en amor puro en el día eterno del Reino de la Luz. Por lo que espero que, en cualquier momento que el Eterno Seyente venga a recogerme, me encontrará vuelta hacia Él en la pronunciación del acto de amor puro de mi vida.

El Amor Infinito besó mi alma, imprimiéndose en ella tan divinamente, que ésta es una repetición de respuesta al don divino en lanzamiento amoroso hacia Él.

Mi vida es amar al Amor que, envolviendo mi alma con la brisa de su paso y en el aleteo de su caricia acogedora, me dice quedamente en un pronunciar sagrado de infinita petición: «Esposa, ven a mí».

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Y este «ven a mí» que el Ser Infinito grabó a fuego en mi pecho el día de mi consagración como petición de Esposo enamorado, me lanzó hacia Él tras la brisa de su vuelo en un ímpetu que, respondiendo en don como puede, le dice: «Espera, Amor, que voy presto».

El misterio de mi vida, el de mi consagración, y toda la nostalgia apretada de mi constante ascensión hacia Dios, no es más que una petición del Amor, contestada en respuesta de entrega incondicional y correspondencia.

La voz del Infinito es impronta en mi alma enamorada que, invitándome a seguirle, me clama con gemidos inenarrables dentro de mi pecho: «Amada, ven a mí». Y mi espíritu, impregnado del hálito del Eterno, enloquecido de amor, se lanza tras las huellas de su paso en carrera veloz de donación total a la petición penetrante que, cual flecha aguda, me taladra el alma en requiebros de Esposo.

El Amor me llama a Él, y mi amor corre al Amado, porque la luz de su hermosura me subyugó tan maravillosamente, que sólo en el día de sus Soles mi alma descansará tranquila, reclinada en su pecho.

Por eso, cuando mi sed de Eternidad me abrasa, cuando mis ímpetus por poseer al Ser parecen arrancarme de la muerte de esta vida, cuando todas las cosas de acá amenazan con separar mi alma del cuerpo en el vuelo de su lanzamiento hacia Dios; impelida en las brasas del amor, corro al sagrario, donde, en entrega de amor, tras los portones misteriosos que le ocultan, ¡encuentro al Ser…!, ¡al Ser Infinito!

Y allí, en un acto supremo de amor, de entrega, de donación, de respuesta y de victimación, le recuerdo que soy madre; y descanso, hecha una con los míos, junto a mi Amor Infinito en la tierra, postrada en vehemente y reverente adoración ante «los Portones suntuosos de la Eternidad»: ¡Detén tu paso, Señor, porque entre tu amor y mi amor se obró un misterio de fecundidad que, teniéndome en vuelo hacia Ti, me pone en prensa por estar aquí contigo y sin Ti, para tu gloria y la gloria de cuantos me diste que me abrasa en sed de almas, en ardorosos deseos de llevarlas a Ti!

A veces, cuando parece que no puedo más, al llegar junto al sagrario, me paro en mi ascensión, y, cayendo en adoración ante mi Jesús penante, le amo en descanso amoroso con necesidad de estar junto a Él cuanto duren los siglos.

¡Cómo he comprendido en esta última temporada la necesidad de que Jesús esté en la Eucaristía…! Si Él no se hubiera quedado con nosotros por amor, ¡¿cómo podría nuestro amor vivir sin Él…?!

Mis ratos de sagrario, vividos día tras día junto a «las Puertas de la Eternidad», tienen pacificado a mi espíritu y sostienen la carrera vertiginosa que, ante la voz del Ser que me invita a seguirle, mi espíritu emprendió hacia Él.

Dios es el Todo de mi vida, y el Todo Infinito está en el sagrario para mí.

Cuántas veces he experimentado como algo interior que me hacía lanzarme hacia Dios, no pudiendo estar más en el destierro. Y, al llegar al sagrario, apoyada y reposando en el pecho de Cristo, poco a poco irse aquietando mi alma en el ímpetu de su veloz carrera; hasta que, al fin, descansando tranquila y sosegada en amor de respuesta al Amor Infinito, iba viendo que, en el misterio de la Eucaristía, el mismo Dios, en silencio de donación, decía a mi alma: «¡Ven a mí…!». 

¡Cómo comprendo, ante la experiencia urgente que me impulsa hacia la posesión del Eterno y mi llenura junto a los pies del sagrario, que ¡¡en el sagrario está el Ser…!! ! Misterio inexplicable que el espíritu sabe comprender al intuir su secreto. Dios llama a Él, y, cuando el alma le encuentra en el sagrario, descansa.

Cuando mi vida fatigada experimenta que no puede más, en clamores insaciables del Ser por las apetencias de su posesión, corre al sagrario. Y allí encuentra, en el modo misterioso que le da la fe, la esperanza de la llenura de cuanto necesita. Por lo que he llegado a comprender, a través de mis ímpetus saciados en la Eucaristía, en un saboreo de misteriosa comprensión, que las puertas del sagrario ¡son «los Portones suntuosos y anchurosos de la Eternidad»!

¡En el sagrario está el Ser…!, el Ser Infinito que me llama con voz poderosa invitándome a seguirle. Por eso, cuando después de tantos años de consagración, mi espíritu parece que ya no puede contener sus ansias de Dios en luz, necesita –y yo sé que en ello me va la vida porque así Dios lo imprimiera en mi alma– grandes y descansados ratos de oración ante Jesús Eucaristía, para contener el ímpetu que, en carrera veloz, me impulsa a marchar a la Eternidad…

¡Cuántas veces, sintiéndome morir en ansias de Dios, ajena y como separada de todo lo creado, sin fuerzas físicas para seguir viviendo, he corrido al sagrario, al silencio silencioso del Verbo Infinito Encarnado; y poco a poco se ha ido apoderando de mí como una dulzura de paz, que, en saboreo sagrado, siendo repletura de mis apetencias, fortalecía mi vida agonizante, para continuar entre los hombres sin volar al Ser definitivamente!

La fortaleza de mi vida, la continuación de mi peregrinar, la fecundidad de mi maternidad espiritual, la llenura de mi espíritu tantas veces acongojado, lo encuentro a los pies del Sagrario… Aún más, el consuelo de mis aflicciones, el beso del Amor Infinito a mi alma llorosa, la caricia de su mano compasiva, el mirar de sus ojos serenos en promesas de amor y la participación tranquila de mis terribles nostalgias por Él, e incluso por los míos en la soledad de mi duro destierro, todo, ¡absolutamente todo!, encuentra pleno sentido en mis ratos de sagrario junto a las «Puertas majestuosas de la Eternidad».

Yo sé, porque me lo dice la fe y porque así lo vivo también en una sabiduría de experiencia sabrosa, que el Ser Infinito del mañana de la Eternidad es el Jesús cariñoso de mi sagrario…

¿Cómo entonces podré egoístamente querer volar a su luz, cuando Él se quedó en mis tinieblas para mí…? Por lo que mientras mi alma pueda estar grandes ratos postrada ante el terrible misterio de un sagrario en silencio, yo esperaré incansablemente el día del Señor.

En mi sagrario lo tengo todo, porque el Todo Infinito es el misterio trascendente que oculta mi sagrario. Si el hombre supiera el secreto de la Eucaristía ¡¿cómo no vendría a refrigerar su sed y a saciar sus hambres, reverente y adorante, a los pies del sagrario ante el Dios del Sacramento…?!

Yo busco al Ser… ¡y, o lo encuentro, o me muero…! Porque Él me llama a sí con fuerza irresistible que, en lanzamiento de respuesta, me hace vivir en torturante clamor de Eternidad…

Pero, ¡ya encontré al Ser del modo amoroso que su voluntad infinita hoy quiere dárseme en el camino penante del peregrinar de este destierro en mi búsqueda insaciable de sólo Dios…!

Por eso mis ratos de Sagrario me son tan necesarios, tanto, ¡tanto!, que en ello me va la vida; pues mi alma, sostenida por los silencios de su misterio, saborea, en donación amorosa, los secretos de la Eternidad.

¡Qué grande es la Eucaristía para el alma enamorada…! Tanto, que en ella encuentra su razón de ser en la llenura de sus insaciables apetencias.

¡Yo quiero al Ser, y en el sagrario lo encuentro!

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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