Escrito de la
MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,
del día 19 de mayo de 1975, titulado:
LA EXCELENCIA DE DIOS
Bajo la cercanía del Espíritu Santo y el ímpetu de su fuego, se aperciben como miríadas y miríadas de batallones de ser en el arrullo amoroso e infinito del paso de Dios que, en poderío de Inmenso, se acerca con la brisa de su vuelo a la criatura que, en reverente postración, espera adorante y amorosa al Infinito Ser, para que se lance a poseerla y embriagarla con el arrullo silencioso y sacrosanto de su paso y el saboreo del néctar de su divinidad;
y la criatura, desde la limitación y bajeza de su nada, sea posesión total e incondicional de Aquél que la creó en su infinito pensamiento sólo y exclusivamente para introducirla en su cámara nupcial a vivir bebiendo, en la participación dichosísima de su infinita y coeterna perfección;
y allí, dentro, en lo recóndito del Ser, le contemple translimitada en sabiduría amorosa bajo las lumbreras candentes y sapientales de la fe, llenas de penetrativa luminosidad, mirándole con su Vista, cantándole con su misma Palabra y abrasándose en el amor letificante del Espíritu Santo; que, en el arrullo sustancial y sacrosanto de su paso de fuego, la invita a recibirle ante la cercanía silenciosa y sagrada de la brisa de su vuelo.
Ante lo cual, la semana precedente a Pentecostés he apercibido la cercanía del Infinito que me inundaba, teniéndome como en tensión en preludio sabroso del ímpetu del Espíritu Santo que, acercándose en su pasar, me hacía presentir su venida.
Por lo que, sin saber decir cómo ha sido, conforme iban pasando los días, sentía que el Espíritu Santo se acercaba en el poderío de su derramamiento, por una fuerza misteriosa que me tenía en prensa, llenando mi espíritu en posesión penetrativa y disfrutativa de sabiduría amorosa repleta de esperanza, en mi búsqueda incansable corriendo en vuelo veloz al encuentro del Amor Infinito.
Y, llegado el día de Pentecostés, para el cual el Espíritu Santo me estaba preparando en subyugación amorosa de espera insaciable por su posesión; al ponerme en contacto con Dios, empecé a apercibir cercanía del Eterno…, lejanía de todo lo creado…, necesidad del Dios vivo…, contacto con sus misterios…, profundidad en su seno y saboreo penetrativo en la inmensidad infinita de la excelencia de Dios…
Y sucesivamente, en la medida que mi alma, siendo levantada como en vuelo, era adentrada en contemplación amorosa, pausada y silenciosamente atraída por la melódica compañía del paso de fuego en brisa sagrada del Espíritu Santo; ante la excelsitud de la excelencia excelentemente inmensa del Eterno Seyente, me iba sintiendo alejar de todas las cosas de acá; comprendiendo de una manera profunda, secreta y trascendente la distancia infinitamente distinta y distante que existe entre la criatura y el Creador, entre el Todo y la nada, entre el Infinito y lo creado.
Y en una penetración profunda, sumergida en las lumbres de sus Ojos, bajo las candentes lumbreras de su infinita sabiduría, sorprendí a Dios ¡tan grande…!, ¡tan distinto y tan distante de todo lo que no es Él…!, ¡en una excelsitud de excelencia tan pletórica e infinitamente divina…!, que todo lo creado, ante mi experiencia, pasó como a no ser…
Comprendí que nada es; que nada es fuera del Ser, sido y poseído en sí mismo y por sí mismo en su intercomunicación de vida familiar y trinitaria, sin principio y sin fin, sin fronteras y sin ocaso.
Por lo que, desde la concavidad profunda e íntima de la médula de mi espíritu, repetía sin palabras:
¡¡Qué tiene que ver la criatura con el Creador…!! ¡Sólo Dios se es en su seerse infinito de majestad soberana…!
Y sintiéndome cada vez más penetrada y ahondada, llena del saboreo del Infinito y Subsistente Ser, exclamaba:
¿Qué es una criatura que ha sido sacada del no ser, que en un tiempo no fue y que ahora, tan sólo por un querer de la voluntad de Dios, es…? ¿Qué puede ser una criatura, por muy excelente que sea, que tuvo un principio dependiente del Infinito Ser en el señorío eterno de su consustancial seerse; el cual sólo con el soplo de su boca da el ser, y sólo con el soplo de su boca lo puede barrer de la faz de la tierra y hacer que toda la creación deje de existir…?
¡Qué distancia entendí que existía entre El que se Es de por sí y lo que no es más que una manifestación real que ha sido y es por el querer del Eterno Seerse…!
Y llena de amor y sorpresa, translimitada y sublimada y profundizada cada vez más ante cuanto estaba comprendiendo de la realidad excelsa del Infinito Seyente siéndose y derramándose hacia fuera en voluntad creadora, repetía sin palabras en lo recóndito de mi corazón:
¡¡Pero qué tiene que ver la criatura con el Creador…!! Y ¡¿cómo y cuándo podré explicar la excelencia excelentísima de lo que Dios se es de por sí, del señorío de su realidad…?!
Era tanto lo que iba entendiendo bajo el pensamiento divino y penetrada de su infinita sabiduría, que, al mirar la creación y todo aquello que, dentro del ámbito de la plenitud y la exuberancia de su grandeza era creado, no sabía si reír o llorar…, si temblar o morir…; pues mi posibilidad de adoración quedaba tan excedida, que ni adorar sabía según lo necesitaba la limitación aplastante de mi nada ante el Infinito Creador tres veces Santo, en profunda y reverente veneración, postrada y subyugada por su majestuosa magnificencia.
Porque, ante la magnitud espléndida de la excelencia del Ser Infinito, todo pasó como a no ser, todo quedó como la pajita que, en un bosque, en un día de terrible huracán, es llevada y traída por el viento, sin ser apercibida por la pequeñez de su realidad…
¡Nada era sino el Ser…! ¡Nada era necesario…! ¡Todo aparecía insignificante ante mi mirada espiritual, sobrepasada bajo la luz del esplendor de la gloria de Yahvé en su magnificencia divina, pasando como a no ser…!
Era tanta la excelencia de Dios, tan inmensa la grandeza de su infinito ser en la plenitud de su fuerza, tan infinitamente distinto y distante de todo lo que Él no era, que todo lo que no era Él, ante mi mirada espiritual, prácticamente pasaba a no ser…
¡Nada era sino Dios!, porque Dios se era lo único que era en la plenitud excelente del poderío de su infinito, consustancial y coeterno ser divino.
Llegó a tanto la penetración de mi espíritu ante la excelencia de Dios, que sentí miedo de decir en alto cuanto comprendía. Porque, al mirar la contención apretada de la creación en la grandeza tan exuberantemente pletórica y desbordante con que el mismo Dios la creó –reflejo de la exuberancia de su misma perfección, y que nuestra mirada en ella descubre–, la vi tan pequeñita…, ¡tanto, tanto…!, que hice el propósito de no decir jamás hasta el fondo cuanto había entendido.
Pues tal vez algunas mentes torcidas y corazones raquíticos, al no haber barruntado nunca la excelencia excelente del Infinito Ser, pudieran pensar que yo despreciaba en algo aquellas criaturas que, dentro de la creación, son la expresión más maravillosa en manifestación del poderío coeterno e infinitamente trascendente del que se Es.
Y ante el conocimiento de esta realidad, fui como nuevamente introducida aún más hondo en la excelencia de Dios.
Y desde allí, subyugada y llena de sorpresa y amor, vi la magnificencia majestuosa de la humanidad de Cristo. Contemplándola tan inmensamente grande, ¡tanto!, que es más rica ella sola que toda la creación; compendio apretado de toda ella, ya que «en Él, por Él y para Él fueron hechas y creadas todas las cosas», en manifestación esplendorosa y subyugante de su misma perfección; y tan capaz en su humanidad, que ésta no tiene más Persona que la divina, pudiendo decir Cristo por su voz humana, por la plenitud del misterio que en sí encierra: ¡Yo soy Dios…!
Y a pesar de todo esto, ante la distancia que existe entre la criatura y el Creador, entre lo divino y lo humano, entre El que Es de por sí y lo que todo lo ha recibido de Él, tuve que gritar en lo más profundo y recóndito de mi espíritu, sobrepasada y translimitada ante la trascendencia trascendente del que se Es su misma razón de ser, sida y poseída en la plenitud subsistente e infinitamente suficiente de su divinidad:
¡Pero qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Alabando a Jesús, el Unigénito de Dios Encarnado, que, por la unión de su naturaleza divina y su naturaleza humana en la persona del Verbo, es tan Dios como hombre y tan hombre como Dios. Y que en su humanidad adora, postrado en reverente veneración, a la Alteza infinita de su Persona divina; siendo la adoración perfecta, acabada e infinitamente glorificadora y reparadora de la criatura ante el Creador: ante la excelencia subsistente de su misma Deidad.
Y así, trascendida y translimitada de amor, embriagada por el néctar de la Divinidad, y sobrepasada de gozo en el Espíritu Santo, bajo la brisa de su suavidad y el aleteo de su paso divino sobre mi pobre, pequeñita y temblorosa alma, apareció María, Reina y Madre del amor hermoso, con la grandeza inimaginable de su Maternidad divina.
¡Y la vi tan grande…!, ¡tan elevada…!, ¡tan sublimada…!, ¡tan enaltecida…!, ¡por encima de todas las demás criaturas…!, ¡de los Ángeles del Cielo! por ser la Madre de Dios, ¡Reina del Universo, Virgen, Madre y Señora…!; siendo después de Jesús, como pura criatura, la más grande expresión del Infinito.
Mientras que seguía repitiendo en lo más secreto de mi espíritu y en lo más recóndito de mi corazón palpitando de amor ante el paso del Espíritu Santo que, iluminando mi espíritu, me iba descubriendo la sublimidad sublime y subsistente del que se Es de por sí y la distancia infinita que existe entre el Infinito y la criatura, salida de las manos de su coeterno e infinito poder:
¡Pero qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Entendiendo, viendo y siguiendo penetrando, en una intuición de profundo respeto, a Jesús, como Sumo y Eterno Sacerdote, adorando al Infinito Ser, sobrepasado de gozo, al ser Él mismo en sí y por sí, como Hombre, la respuesta reverente de adoración perfecta que la Santidad infinita del que Es se merece en respuesta de retornación amorosa de sus criaturas; porque ¡qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
El Creador se es en sí y de por sí lo que se es, por tener en sí su misma razón de ser por su subsistencia en posesión infinita y coeterna de Divinidad; mientras que la criatura, por muy excelente que sea, es, por la manifestación esplendorosa de la magnitud de Dios en su serse eterno, veneración que adora subyugada y translimitada en distancia infinita; llenando la capacidad de su ser como criatura ante el Creador; del que todo lo ha recibido, ante el Eterno Seerse; del que tuvo un principio, ante el Imprincipio; del que no es más que la realización de la voluntad de Dios creadora en manifestación esplendorosa del infinito poder del Coeterno Seyente, ante El que se Es de por sí.
Y paulatinamente, mientras más penetraba en la excelencia de Dios, más iba comprendiendo, al mismo tiempo, la grandeza tan trascendente de la humanidad de Jesús, creada por Dios para no tener más persona que la divina, y la distancia casi infinita que existe de las demás criaturas. ¡Tan sublimado fue por la magnificencia infinita de Dios…!, ¡tan levantado por el Subsistente Ser!, ¡tanto!, que puede decir como hombre:
Yo soy Dios; pudiendo llamar a Dios: Padre, en derecho de propiedad, siendo «Luz de su misma Luz y Figura de su sustancia».
Pero entre su humanidad y su divinidad es tanta la distancia que existe, ¡tanta, tanta…!, que Él mismo es en sí El que se Es y Él mismo es en sí el infinitamente adorado y el Adorador infinito…
Y a pesar de toda esta grandeza, a medida que mi espíritu se adentraba en la excelencia de Dios, siendo levantada hasta su seno y fuera y al margen de lo terreno; iba dejando todo lo creado detrás, y repetía en mi cántico de suprema alabanza ante la excelencia de Dios:
¡Qué magnífico es el esplendor del poder de la gloria de Yahvé al crear a sus criaturas y, entre ellas, al derramarse tan esplendorosamente sobre algunas para alabanza de su gloria, bajo la majestad de su infinito poder! Pero, ¡qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Y lo repetía y lo repetía…, llevada por Él a contemplarle, para vivirle en saboreo dichosísimo de Eternidad. Apercibiendo que, mientras más era adentrada y mientras más lo repetía interiormente, más dentro entraba de la excelencia de Dios y más profundamente lo tenía que repetir; comprendiendo que estaba en la verdad: ¡en la verdad clara!, ¡en la verdad única de la criatura ante el Creador…!
Ocurriéndome lo mismo cuando miraba a la Santa Madre Iglesia, que, como Esposa de Cristo y por su real Cabeza, tenía en sí la plenitud de la Divinidad: llena de santidad y hermosura, de lozanía y juventud, capaz de saturar a todos los hombres con la repletura de sus Manantiales recibidos de Dios por Cristo a través de María y remansados en su seno de Madre; pero que, a su vez, abrazaba también en su seno a tantos hombres que además son pecadores; ya que la Iglesia es divina y humana en el compendio pletórico y apretado de su realidad:
¡Qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Desde la altura de la excelencia de Dios, miraba a toda la creación, que para mí era, ante el pensamiento divino, tan hermosa y glorificadora del mismo Dios; y volvía a aparecer nuevamente la briznita de paja o la gotita de agua perdida en la inmensidad inmensa de los innumerables mares que contiene la creación…
Pero, entre la gotita de agua y los inmensos mares, o la hojita de un árbol dentro de los millones y millones de hojitas de árboles que encierra la tierra –todas distintas entre sí por la sobreabundancia de la riqueza pletórica y exuberante que encierra la creación, como expresión a lo finito y reflejo del mismo Creador–, sólo había distancia de cantidad, pero ni siquiera distancia infinita de cantidad.
Entre una gotita de agua y la inmensidad de todos los mares no había distancia infinita; al fin y al cabo eran dos criaturas creadas que, por muy pletóricas y exuberantes que fueran, pasaban, ante la excelencia de Dios, en la intuición de mi mirada espiritual, como a no ser y a no tener más distancia que ser criaturas que un día no fueron, que hoy son dependientes del Infinito Ser, infinitamente distintas y distantes de su pletórica excelencia, y que mañana tal vez dejarán de ser…
¡Y la excelencia de Dios seguirá siendo igual de excelente ante todas las criaturas que por Él son, que por su voluntad se mantienen y que, dependientes de su misma voluntad, seguirán siendo o dejarán nuevamente de existir…!
¡Cómo entendí que sólo Dios se es…! ¡Qué distancia tan inmensa la del Infinito Ser, de todo cuanto no es Él…!
Y durante toda esta mañana de Pentecostés de 1975, estando mi alma sumergida en oración, repetía como una melódica alabanza en himno de gloria ante la magnificencia majestuosa del infinito poderío del que se Es:
¡Pero qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Parece que Dios se complacía en ello; pues, cuanto más lo repetía, más dentro entraba, más remontaba mi vuelo, más pequeñita veía la creación, y más excelente aparecía ante mi mirada espiritual el coeterno y trascendente Ser…
Y también, en mi ascensión frente al Ser, aparecieron ante mi mirada espiritual diversidad de criaturas: los Ángeles rebeldes…, Adán…, Eva…
¡¿Cómo pudieron, si conocieron algo de la excelencia de Dios, rebelarse contra Él…?!
¡¿Cómo pudieron creerse como Dios o desear ser como Él, si en el momento de rebelarse tuvieron algún conocimiento parecido al que yo, en mi limitación, he tenido hoy…?!
¡¿Cómo es posible que, en esta verdad que yo hoy vivo, pueda desearse algo que no sea ser alabanza de gloria ante la magnificencia del Coeterno Seyente…?!
¿Qué conocimiento tenían de Él, y hasta dónde llegó la penetración de su conocimiento, que fueron capaces de decirle a Dios: «no te serviré», o apetecer algo que no fuera adorarle…?
Sentía miedo de decir lo que estaba viendo; comprendiendo con seguridad clarísima que, en la participación gloriosa de la Eternidad, ante la magnificencia de Dios y subyugados por la hermosura de su rostro, al contemplarle sin velos, no queda más posibilidad que adorar en un himno reverente de alabanza ante el Infinito Ser en su Trinidad de Personas.
Por lo que, temblando de veneración reverente y en adoración profunda, irrumpía en lo más hondo de mi corazón repitiendo en mi canción de Iglesia y como Eco en proclamación de los infinitos cantares que ella tiene en su seno, cual «torre fortificada», Reina y Señora, teniendo como cabeza y corona de gloria al Unigénito de Dios:
¡Pero qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Porque, ante la magnitud del conocimiento que tuve de la excelencia de Dios, en aquellos instantes, según mi pobre entender, me quedé sin capacidad, no sólo de desear ser como Dios –ya que sólo esa idea, ante la excelsitud que concibo de su excelencia y magnitud, me haría ser desprecio para mí misma, pasando a ser ante mi mirada espiritual la criatura más pobre y abominable de la creación, en una profunda y continuada carcajada de burla en desprecio de mi mente atrofiada–, sino ni siquiera poder desear o apetecer algo que no fuera, en mi acto de amor puro, glorificar al Infinito por lo que es en sí, por sí y para sí, y sin mí…
¡Ser como Dios…! ¡Qué oscuridad de entendimiento…!: ¡Desear algo en contra de Dios…! ¡Buscar algo que no sea adorarle…! ¡Querer algo que Él no quiera…!
Tanto entendí, ¡tanto…!, que comprendí no podría expresarlo…; aún más, que prudentemente no debía decir cuanto había visto y oído, siendo éste otro de los grandes secretos de mi vida…
Recordé el año 1960: «Alma mía, no te mires…». Sentí miedo de mí misma…; deseé volar al Cielo con todas mis fuerzas ante la ruindad y pequeñez de mi nada y ante la sublimidad de lo que, sin entender cómo ni por qué, estaba contemplando.
Y anonadada y sin quererlo expresar, irrumpía en mi canto de: ¡Quién como Dios…!, teniendo en sí, por sí y para sí la potencia de serse de por sí y estarse siendo, por la excelencia infinita del infinito poderío de su excelso ser, todo cuanto puede ser, sido, infinitamente disfrutado y poseído en gozo dichosísimo y gloriosísimo de Eternidad.
Y bajo la luz, el impulso, el fuego y la verdad del Espíritu Santo, vi también que mi espíritu estaba en la verdad, recordando la frase de Jesús: «Yo he venido para dar testimonio de la verdad»; y que estaba metida en la realidad pletórica de la Verdad infinita.
Me sentí poseída por esta misma Verdad, la cual amorosa y libremente, ante la sapiental sabiduría de cuanto estaba penetrando, me hacía ver cada vez más profundamente la distancia infinita de ser que existe entre el Creador y la criatura, entre su grandeza y nuestra nada, su seerse y nuestro ser recibido y dependiente de la voluntad amorosa del Infinito Ser.
Fui tan consciente de esta doble verdad, que repetía constantemente ante la magnitud de Dios en distancia infinita de todo lo que no es Él:
¡Qué tiene que ver la criatura con el Creador…!
Y comprendiendo también, llena de pavor, que ¡hasta el fondo fondo! yo no podría decir en la tierra mientras viva lo que en el día de Pentecostés de 1975 había entendido…
Impotente, translimitada e invadida de Dios, rendida y postrada, subyugada y anonadada ante la luz de aquel Pentecostés, abrasada en el fuego del Espíritu Santo, ante la excelencia de Dios, reverentemente ¡adoraba…!
¡Qé grande vi, llena de gozo, a Jesús en su humanidad, que es distinto y distante de toda la creación y de todas las demás criaturas, y que fue capaz de adorar a Dios como Él infinitamente del hombre necesitaba…!
¡Misterio maravilloso de la Encarnación, que da a Dios en su criatura todo cuanto Él de ella esperaba…! ¡Grandeza inimaginable de la humanidad sacratísima de Cristo…!
Robada por la excelencia de su adoración, como hombre, a su misma divinidad, con Él ¡adoraba!
Quedando en mi alma grabado, como a fuego, por la brisa del Espíritu Santo en paso veloz que me ha hecho conocer, intuir y vivir algo de la excelencia excelentísima del Infinito Ser, sobrepasada de gozo y postrada en reverente y humilde adoración, el grito del Arcángel San Miguel:
«¡¿Quién como Dios…?!».
Porque, ¡¿qué tiene que ver la criatura con el Creador…?!
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia
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