Escrito de la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 13 de diciembre de 1974,

titulado:

MARÍA ES UN PORTENTO DE LA GRACIA

¡Oh majestad soberana del inmenso Poder…! ¡Realidad pletórica de exuberante plenitud…! ¡Llenura infinita en posesión del Ser…! ¡Magnitud subyugante de la Eterna Emanación, que, en hálito de vida, surge del seno fecundo del fecundo Padre en incontenible Palabra de explicativa perfección…!

¿Cómo podrá la lengua humana decir algo del Infinito Ser en su ser, en el modo coeterno de serse cuanto es y en la posesión abarcada de su pletórica perfección…?

¡Oh llenuras incontenibles de inagotables manantiales en fluyentes infinitas de Divinidad…! ¡Oh tecleares de inéditos conciertos, en melodías de dulces conversaciones dentro de la profundidad coeterna del Inmenso Poder…! ¡Oh poderío potente, que te hace tener en Ti, mi Infinito Ser, la potencia potencial de podértelo ser todo, por la fuerza poderosa de tu inagotable poder…!

Yo necesito descifrar, de algún modo, algo de lo que tengo inscrito en mi pobre entendimiento con relación al que se Es, en su ser y en su obrar sobre el alma de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación. Pero ¿cómo expresar al Ser por medio de modos y maneras que no son adaptables al modo infinito del Serse en su ser? ¡Y no sólo al Ser en su serse, sino, ni aun siquiera, en su actuar hacia fuera en derramamiento de misericordia y amor…!

El obrar de Dios es tan perfecto como Él mismo; por lo que la manifestación de su esplendidez hace trascender al alma que la saborea hasta el mismo pecho del Altísimo, donde bebe a raudales en los chorros sapientales de su inexhaustiva sabiduría; sabiduría que, en la donación esplendorosa de su poder, se dice a los hombres, a través de Nuestra Señora, con corazón de Madre y amor de Espíritu Santo.

María es un portento del poder de Dios.

La Virgen es intrínsecamente ‘Nuestra Señora de la Encarnación’, pues para la Encarnación Dios la creó,

haciendo de Ella un prodigio de la gracia en manifestación radiante del Omnipotente.

Cuando el Ser Infinito determinó, en un derramamiento de misericordia, darse al hombre, en ese mismo instante sin tiempo de la Eternidad, concibió a María en su sabiduría eterna, para la realización del misterio de la Encarnación, incorporándola a la donación de su amor en manifestación de la esplendidez de su gloria.

Todas las criaturas son, en el pensamiento de Dios, realización de su plan dentro del concierto armonioso de la creación; siendo cada una de ellas una nota vibrante que, unida a todas las demás, expresa, de alguna manera, el Concierto sonoro de las eternas perfecciones que Dios se es de por sí, en su única y simplicísima perfección; perfección que es cantada por el Verbo en infinitud por infinitudes de melodías de ser.

¡Qué concierto, el de la Eternidad, de inéditas canciones en una sola Voz, salida de las entrañas engendradoras del Padre, con el arrullo amorosamente consustancial del Espíritu Santo en beso de amor…! Y María es, en todo su ser, la creación-Madre, que expresa, en deletreo silencioso, el concierto infinito de Dios en el romance amoroso de su ser eterno para con el hombre.

¡Oh si mi alma pudiera hoy romper en expresión con el Verbo, y plasmar de alguna manera la riqueza inefable del alma de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación…! ¡Si yo pudiera ser Verbo, aunque fuera un instante, que expresara, en mi decir, el pensamiento del Padre volcándose en donación sobre Nuestra Señora, en comunicación de todos sus infinitos atributos…! ¡Si yo pudiera descifrar el arrullo amoroso del Espíritu Santo en recreo de Esposo sobre la Virgen Blanca…!

¡Pero no sé! Y mi lengua profana el misterio silente que, en adoración, intuyo y penetro junto al Sancta Sanctórum de la virginidad de María, en el instante-instante de realizarse en Ella, por Ella y a través de Ella, la donación infinita del Infinito Ser, en misericordia sobre el hombre.

Todos los atributos divinos Dios se los es en sí, por sí y para sí; pero hay uno en la perfección del Ser Increado que, a pesar de sérselo Dios en sí y por sí, no lo es para sí, y es el atributo de la misericordia; ya que éste es el derramamiento del Poder Infinito en manifestación amorosa sobre la miseria.

Dios no puede ser para sí misericordia, porque la misericordia implica derramamiento de amor sobre la miseria; por lo que la misericordia surgió en el seno del Eterno Serse el día que la criatura, creada para poseerle, le dijo: «No te serviré». Y ya Dios se es Misericordia, porque el Amor Infinito se dio al hombre en la esplendidez magnífica de su desbordamiento.

Y es por María y en Ella por quien la Misericordia, en beso de amor, coge a la criatura hundida en su miseria, para meterla en su pecho y besarla con el amor infinito del Espíritu Santo.

¡Bienaventurada culpa que hizo que Dios se diera tan magníficamente hacia fuera, que se derramó sobre el hombre en un nuevo atributo para manifestación de su gloria, en el desbordamiento de las tres divinas Personas con corazón compasivo de Padre!

Y a María, que es el medio por donde la Misericordia divina se nos da, se le podía de alguna manera llamar: Manifestación de esa misma Misericordia y donación de ella con corazón de Madre y amor de Espíritu Santo.

Mi alma, acostumbrada a vivir los misterios de Dios en sabiduría sabrosa de profunda penetración, en amor candente de Espíritu Santo, se siente hoy como imposibilitada para expresar, sin profanarla con mis rudas y toscas palabras, la delicadez sagrada del portento que es Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación.

Parece que el arrullo misterioso del Espíritu Santo, y el beso sapiental de su boca en penetración de sabiduría envolviendo a la Virgen, no me deja decir con palabras creadas el concierto infinito de amor y derramamiento con que Dios se obró, con la finura de su paso, en el alma de María.

Es tanta necesidad de adorar, de guardar silencio y contemplar atónita, que, robada por el respeto, siento miedo de expresar lo inexpresable, ante lo que concibo del derramamiento de las tres divinas Personas en el momento de la Encarnación, envolviendo con la brisa de su paso aquel misterio inefable de pletórica virginidad rompiendo en Maternidad divina.

Está el Espíritu Santo envolviendo a María con los requiebros de amor del Esposo más enamorado, en comunicación de todos sus infinitos atributos. La está queriendo…, la está enjoyando…, la está hermoseando…, ¡tanto, tanto, tanto…!, que se está plasmando en Ella en beso de amor y recreo de Esposo. ¡Tan secretamente…!, ¡tan maravillosamente…!, que, en ese instante-instante prefijado por Dios desde toda la Eternidad, el mismo Espíritu Santo va a besar a Nuestra Señora toda Virgen tan divinamente con un beso de fecundidad, que la va a hacer romper en Maternidad divina. ¡Tan divina…!, que el Verbo del Padre, el Unigénito consustancial del Increado, va a llamar a la criatura en pleno derecho: ¡Madre mía…!, con la misma plenitud que la Virgen Blanca va a llamar: ¡Hijo mío…! al Unigénito del Padre, Encarnado.

¡Oh misterio de desbordante misericordia…! ¡Esplendidez de Dios que se manifiesta sobre la criatura…! ¡Infinita sabiduría sapiental del pensamiento de Dios, que es capaz de realizar lo irrealizable, por el poder de su gloria, en manifestación de misericordia…!

¡Oh sapiencia del Padre!, que, envolviendo el alma de Nuestra Señora, la saturaste tan pletóricamente de tu infinita sabiduría, ¡tanto…!, que, en la medida que fue Madre de tu Unigénito Hijo, en esa misma medida Tú la penetraste de tu luz, en el derramamiento de tu paternidad, para llamarla: ¡Hija mía…! Y así como el Hijo llamó a María: ¡Madre mía!, desde el instante de la Encarnación Dios obró en Ella un portento de gracia tan maravilloso, ¡tanto, tanto!, tan pletórico, que, en esa misma medida, aunque de distinta manera, fue Hija del Padre y Esposa del Espíritu Santo.

Porque, si fue Madre del Verbo Infinito Encarnado, fue porque el Esposo divino, besando su virginidad, la hizo tan fecunda, que la hizo romper en Maternidad divina. Pero, si el beso del Espíritu Santo le dio a Nuestra Señora de la Encarnación tal fecundidad que la hizo Madre de Dios, fue porque la infinita sabiduría del Padre, en un desbordamiento de su amor eterno, la poseyó tanto, ¡tanto!, en penetración intuitiva de saboreo amoroso, que le dio su misma Mirada; y se la dio en la medida que el Verbo, por su filiación, fue Hijo de María y que el Espíritu Santo, por su beso amoroso, la fecundizó haciéndola Madre del mismo Dios Encarnado.

Las tres divinas Personas, cuando se manifiestan hacia fuera, siempre obran de conjunto, cada una según su modo personal, pero en la donación amorosa de su única y eterna voluntad.

La voluntad del Padre es expresada por el Verbo, mediante el amor del Espíritu Santo, en el seno todo blanco de la Virgen, que rompe en Madre por el misterio de la Encarnación.

María es un portento de la gracia, tan inimaginable para nuestra mente, que sólo en la Eternidad seremos capaces de expresar su riqueza incalculable, adhiriéndonos a la canción del Verbo, por el impulso del Espíritu Santo y en la claridad de la luz del Padre.

Nunca podrá la lengua del hombre ni siquiera llegar a balbucear las riquezas insospechadas de la Madre de Dios, porque no es dado a la criatura sobre la tierra poderlas comprender, en la magnificencia esplendorosa de su plenitud.

La Maternidad divina de María es tan grande como grande es su desposorio con el Espíritu Santo, Esposo de su fecunda virginidad, y como grande es su filiación con relación al Padre, en la penetración disfrutativa de su infinita sabiduría.

Y así como el Espíritu Santo, al besarla en el arrullo de su amor, en la caricia de su brisa, en el abrazo de su poder y en la fecundidad de su beso, la hizo amor de su infinito amor, en participación de su caridad en donación de Esposo, así el Verbo, al llamarla: ¡Madre!, la hizo tan Palabra, ¡tanto!, que la Virgen, como expresión de la realidad que era y que vivía por el poder de la gracia que sobre Ella se había derramado, pudo llamar a Dios: ¡Hijo mío! Dándosele el Padre Eterno en tal plenitud de sabiduría y con tal vivencia de los misterios divinos, que, ahondada en lo profundo de Dios, intuía desbordantemente en lo que el Ser se es en sí.

Y esto fue tan abundantemente comunicado a Nuestra Señora, que, como a hija muy amada y predilecta, el mismo Padre le dio como herencia, durante toda su vida, la penetración sabrosísima, en disfrute de intimidad y gozo, del misterio de su ser y de su obrar.

Adorante ante el misterio de la Encarnación y la actuación de las tres divinas Personas derramándose sobre María, cada una en su modo personal, y ante el conjunto armónico de este derramamiento que le hace poder llamar al Verbo ¡Hijo mío!, al mismo tiempo que le llama ¡Padre! a Dios y ¡Esposo mío! al Espíritu Santo, mi alma, trascendida y anonadada, pide al Padre que me penetre de su sabiduría para yo saber, en la medida del saboreo de mi pequeñez, algo del trascendente misterio de la Encarnación. Y pide al Espíritu Santo que, uniéndome a Él, me deje besar con su amor infinito ese instante-instante en el cual el Verbo del Padre rompe en el seno de María como Palabra, en una expresión tan cariñosa, tan real, tan dulce y tan misericordiosa para con el hombre, que le dice: ¡Madre mía…!

¡Oh Verbo infinito!, déjame, en tu Palabra y contigo, decir: ¡Madre mía! a María; y llamar: ¡Padre eterno, Padre mío! a Dios. Déjame que, con María, yo pueda llamar: ¡Mi Espíritu Santo! a mi Esposo infinito. Y que así, desde el seno de María y por Ella, anonadada bajo la pequeñez de mi miseria –ya que me ha sido dado contemplar, en penetración adorante, el misterio de la Encarnación–, poder responder con Ella a la infinita Santidad derramándose sobre mi Madre Inmaculada en Trinidad de Personas bajo la actuación personal de cada una de ellas.

¡Silencio…! Que está el Espíritu Santo besando el alma de Nuestra Señora, toda Virgen, ¡tan divinamente…!, ¡tan fecundamente…!, que le está haciendo romper en Maternidad divina.

¡Silencio…! Que el Espíritu Santo, impulsado por la voluntad del Padre, en el momento prefijado en su plan eterno para realizar la Encarnación, está abriendo el seno del mismo Padre, en el impulso de su amor, para coger al Verbo y meterlo en el seno de Nuestra Señora.

¡Silencio…! Que está el Verbo rompiendo en Palabra de una manera tan maravillosa, ¡tanto…!, que, como Palabra infinita del Padre y en manifestación de su voluntad amorosa sobre el hombre, por el impulso del Espíritu Santo, va a pronunciarse, en el derramamiento infinito de la eterna misericordia de Dios, tan trascendentalmente, que va a romper llamando a la criatura, en derecho de propiedad: ¡Madre mía…!

Y como sobreabundancia de esta misma Palabra que el Verbo está pronunciando en el seno de María, va a quedar constituida la Señora –por la voluntad del Padre, el beso infinito del Espíritu Santo y la Palabra del Verbo, en manifestación del querer de Dios– en: Madre universal de todos los hombres.

María, porque eres Madre de Dios Hijo, Hija de Dios Padre y Esposa del Espíritu Santo, en la medida sin medida que el portento de la gracia obró en Ti, yo hoy, en pleno derecho, te llamo también: ¡Madre mía!

Yo te lo quiero decir en mi medida, uniéndome al Verbo con el máximo cariño que pueda para que te sepa a ternura de filiación en el impulso y el amor del Espíritu Santo; llenando así, en mi vida, la voluntad del Padre, que, al crearme, ya me concibió como hija tuya para, a través de tu Maternidad divina, dárseme Él con el matiz, modo y estilo que quiere poner en tus hijos.

Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación, dame al Padre con corazón de Madre, adéntrame en su sabiduría y penétrame con su luz: ¡con ésa de la que Tú estabas tan maravillosamente poseída, que te hacía saber, en saberes de penetración disfrutativa, el misterio de Dios en sí y en el derramamiento de su misericordia hacia nosotros!

Dame, María, Virgen Blanca de la Encarnación, que, aunque no haya podido decirte ni expresarte en la apretura sapiental que tengo de tu misterio, sepa al menos con el Verbo llamarte: ¡Madre mía! con la ternura, el cariño y el amor con que mi alma se abrasa en las llamas candentes del Espíritu Santo; cumpliendo la voluntad del Padre que, iluminando mi mente, me hizo capaz de saborear translimitadamente el misterio de misericordia y amor que, a través tuya y por Ti, Él quiso derramar sobre el hombre con corazón de Madre, canción de Verbo y amor de Espíritu Santo.

María es un portento de la gracia, sólo conocido, gozado, disfrutado y saboreado por el alma-Iglesia que, trascendiendo las cosas de acá, es llevada por el Espíritu Santo al recóndito profundo del seno inmaculado de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación.

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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