«Assumpta est María» que sube a los Cielos, triunfante y gloriosa, con paso seguro y majestuoso. Es blanca su alma, sin nada que la impida volar hacia las mansiones del Reino de Dios.
La Virgen no tenía ninguna tendencia, ni apetencia, ni torcedura, ni inclinación que la atrajera hacia la tierra. María vivió como asunta durante todo su peregrinar, concluyendo su asunción en el abrazo del encuentro del Infinito.
La Virgen pasó por la vida con la agilidad de un rayo, sin posarse por el fango de la tierra, sin empolvar siquiera su alma inmaculada, sin sentir en sí las concupiscencias que han sido consecuencia de la rotura del plan de Dios.
Por lo que, al llegar a las fronteras de la Eternidad, su cuerpo, unido a su alma en unión perfecta de abrazo indescriptible, y sin más inclinación que la de ésta, totalmente tomada, poseída y saturada por Dios, fue llevado por ella a la Eternidad aquel día glorioso para la Señora del término de su peregrinación. Su alma atrajo, levantándolo consigo, al cuerpo, y le hizo atravesar el abismo insondable que el pecado había abierto entre Dios y el hombre, sin sentir ni el más ligero impedimento.
Era tan suave la Asunción de la Virgen, tan segura, tan como divina, que las consecuencias del pecado que nos proporcionó la muerte no fueron experimentadas por Ella en ese momento glorioso.
No tenía nada que dejar la Señora toda Blanca de la Encarnación; no había ninguna cosa que la inclinara a la tierra; no había, ni en su cuerpo ni en su alma, más apetencia que una continua y amorosa ascensión hacia la Luz.
Dios creó al hombre para que le poseyera, le puso en el camino de la vida para ascenderlo hacia Él el día en que terminara la peregrinación del destierro, donde gozaría eternamente de su posesión.
El hombre se separa del plan divino y abre una zanja tan profunda como la muerte que le separa para siempre del Infinito Bien. Pero, por el misterio de la Encarnación, por nuestra injerción en Cristo y nuestra adhesión a Él, Dios nos dio alas grandes de águila, con las cuales nuestra alma pudiera franquear el abismo insondable que el pecado abrió entre el Creador y la criatura.
Y el plan primitivo de Dios de llevarse hacia sí al hombre en cuerpo y alma al término de su peregrinar, se realiza en María tan perfectamente, que es llevada a la Eternidad en cuerpo y alma para recibir el premio que su Maternidad divina merecía ante la voluntad de Dios cumplida sobre Ella en todos y cada uno de los momentos de su vida.
El alma de María, siempre con sus alas extendidas, es la expresión perfecta del cumplimiento de la voluntad de Dios sobre los hombres; por lo cual, al terminar el destierro, se lleva consigo a su cuerpo, sin tener que experimentar la carga que éste supone para la totalidad del género humano.
El cuerpo de María estaba, podíamos decir, tan divinizado en todas sus tendencias, sus apetencias, sus sensaciones, sus inclinaciones, ¡tanto!, que era todo alas, ¡y alas grandes de águila imperial!, preparadas con la fortaleza de Dios para pasar airosamente de la tierra al Cielo.
¡Qué impresionante es contemplar a María siendo llevada a la Eternidad…!
¡Qué maravilloso verla ascender silenciosa y amorosamente en una Asunción de suavidad, de agilidad, de levantamiento y de gloria…! ¡Qué momento tan inolvidable…! ¡Qué misterioso, qué secreto y qué sublime…!
¡Asciende María…! Asciende entre las claridades del Sol eterno, bajo el amparo y el cariño del Espíritu Santo, protegida por el abrazo del Padre, e impulsada y atraída hacia el Cielo por la voz del Verbo…
¡¿Cómo podrá el pensamiento del hombre, torcido y entenebrecido por sus propios pecados, comprender el misterio de María en todos y en cada uno de los pasos de su vida…?! ¡¿Cómo podrá la mente, ofuscada por la soberbia, descubrir, penetrar e intuir en el lago tranquilo, poseído por la Divinidad, del alma de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación…?!
A María, como a todos los misterios de Dios, hay que estudiarla a la luz del Espíritu Santo, bajo sus dones e impregnados en sus frutos.
¡¿Y cómo el hombre que nunca supo de Espíritu Santo podrá poseer su luz, sabrá pensar con sus dones y gozará de sus frutos?!
¡Oh desvarío de la mente humana! que, porque no discurre bajo la luz de Dios y no tiene los modos sobrenaturales para ver, humaniza y desvirtúa, desobrenaturalizando, todo lo divino al quererlo descubrir con su torcido pensamiento…
María subió al Cielo en cuerpo y alma porque en Ella se daban los dones necesarios para llenar plenamente todos y cada uno de los planes de Dios en su primitiva voluntad antes del pecado original; y era también una asimilación perfecta del plan de la Redención, que, como consecuencia del pecado, el Amor infinito realizó para el hombre.
Cristo con su muerte y resurrección enterró el pecado y nos resucitó a una vida nueva.
María es la nueva Mujer que, asimilando los frutos de la Redención y no teniendo que sufrir las consecuencias de sus propios pecados, es capaz de ser la manifestación del pensamiento acabado de Dios en Ella, que la hace remontarse por encima de las consecuencias del pecado y subir al Cielo con el fruto de toda la Redención de Cristo sobre Ella…
¡Qué ascensión la de la Virgen Blanca! Es assumpta María porque es fuente repleta de Divinidad, manantial saturado de vida infinita y cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios desde el principio de los tiempos hasta el final.
María contiene en sí la doble gracia de ser concebida sin pecado original, por los méritos anticipados de la Redención de Cristo, y de recibir esa misma Redención como remanso de maternidad en tal asimilación, que es capaz de dar a Dios en Ella, por Ella y a través de Ella, la posibilidad de saturar a todos los hombres de Divinidad.
¿Qué haría, por lo tanto, el cuerpo de la Virgen entre los hombres sufriendo las consecuencias del pecado? ¡Del pecado que Cristo había redimido, por lo cual, y mediante la misma Redención, había hecho resurgir un hombre glorioso!
María subió al Cielo en cuerpo y alma porque fue creada sin pecado original y porque la Redención de Cristo la hizo la Mujer nueva, mediante la cual, por la Encarnación del Verbo, todos somos levantados hacia la Eternidad, así como por Eva todos fuimos arrastrados al pecado; por Eva se abrió el abismo entre Dios y los hombres; y es por la nueva Eva, prometida ya en el Paraíso terrenal, por la que a todos los que nos queremos adherir al Hombre Nuevo y a la nueva Mujer nos serán dadas alas inmensas de águila para, tras Ella, por nuestra injerción en Cristo, pasar las fronteras de la Eternidad.
¡Misterio de profundidad secreta es la presentación de la vida de María ante los hombres…! ¡Misterio solamente conocido por el amor, manifestado a los pequeños y vivido por los sencillos bajo la luz, los dones y los frutos del Espíritu Santo, el cual envuelve a la Señora bajo su amparo, la cubre bajo sus alas y la abrasa en su fuego para que los ojos del hombre carnal no la profanen al intentar descubrir su riqueza…!
María fue llevada a la Eternidad en cuerpo y alma, con la rapidez de un rayo, porque toda Ella tenía unas grandes alas de águila imperial que la ascendían constantemente hacia las Mansiones eternas e infinitas del gozo de Dios.
Penetrada de la luz del Excelso, yo he contemplado a María ascendiendo en el impulso del Amor Infinito, en el abrazo de ese mismo Amor, en la suavidad de su caricia, en el ímpetu de su arrullo, mecida y envuelta por el ocultamiento velado del Sancta Sanctórum de la infinita Trinidad…
Subía María a los Cielos… ¡subía…! ¡Y qué Asunción…! Sólo la adoración, el silencio, el respeto y el amor, fueron el modo sencillo, desbordante y aplastante, con que mi alma, sobrepasada, supo responder, en mi pobreza, a aquel espectáculo esplendoroso de la Asunción a los Cielos de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación.
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia