Escrito de la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 25 de enero de 1970, titulado:

LA SEÑORA DE LA ENCARNACIÓN

¡Oh realidad pletórica de la grandeza de Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación!

Yo necesito hoy, impulsada por la luz y la fuerza del Espíritu Santo, e inundada por el amor que hacia la Señora invade mi alma, deletrear en la medida de mi pequeñez y la pobreza de mi nada, llena de veneración, admiración y respeto, algo de cuanto, en un romance de amor de profunda sabiduría y bajo la luz sapiental del pensamiento divino, he penetrado, llevada por el ímpetu de Dios que «con su diestra me abraza y su siniestra me sostiene», sobre el trascendente y sublime misterio de la Encarnación; realizado por la voluntad del Padre, que nos da en deletreo amoroso a su Unigénito Hijo en las entrañas purísimas de la Virgen; la cual, por el arrullo amoroso del beso infinito de sublime y trascendente virginidad del Espíritu Santo, en paso de inmenso y bajo la brisa de su vuelo, rompe en Maternidad divina.

Toda la grandeza de María le viene por su Maternidad divina; grandeza incomprensible para nuestra mente humana ofuscada y entenebrecida por el pecado.

¡Sublime misterio el de la Maternidad de la Virgen!, porque encierra el incontenible misterio de la Encarnación en el ocultamiento velado y sacrosanto del portento que en Ella se obra por el poderío del Infinito Ser, que la creó en sus planes eternos para que fuera el medio por el que el mismo Dios, en un romance de amor, encarnándose en Ella –«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»– se dio al hombre en deletreo amoroso de infinitos y coeternos cantares, en el modo más sublime e inefable que la mente humana pueda sospechar, a través de la Maternidad virginal de Nuestra Señora de la Encarnación, ¡toda Blanca!, ¡toda Virgen!, ¡toda Madre!, ¡toda Reina! y ¡toda Señora!

No hay criatura capaz de contener en su seno el misterio de Dios, si el mismo Dios con la soberanía de su infinito poder, al penetrarla con su sabiduría, no la sostiene con su fortaleza. ¡Y Dios creó a María para que tomara parte activa en el misterio de la Encarnación…!

¡Ay qué terrible es María, por ser capaz de contener en su seno de Madre el momento del gran misterio de la Encarnación…! Momento sublime de infinita trascendencia que no cabe en la tierra, por su grandeza, por la inmensa realidad que encierra…

¡Cómo te hizo Dios, María, al hacerte capaz de contener lo incontenible en tu seno, de sostener lo insostenible!

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¡Ay María! ¡Si veo que estás contemplando el misterio que en tu seno se obra…! ¡Ay María! ¡Si nadie puede conocerlo ni vislumbrarlo si Tú no se lo enseñas…! ¡Ay María!, manifestación esplendorosa de la voluntad de Dios, que te hizo contensora del misterio incontenible por criatura alguna en la tierra: del misterio trascendente de la donación de Dios al hombre, mediante la unión hipostática de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la persona del Verbo, realizada en tus entrañas virginales, por el arrullo del Espíritu Santo, bajo la sombra y amparo del mismo Omnipotente, que te hizo romper en Maternidad divina; de tal forma que, en Ti y por Ti, Dios se hizo Hombre sin dejar de ser Dios, y al Hombre lo hizo Dios sin dejar de ser hombre.

¡Oh sublimidad excelsa del Sancta Sanctórum de la Virgen Madre de la Encarnación! donde, en sabiduría amorosa, Dios, penetrando mi alma con su infinito pensamiento, me está introduciendo y haciendo vislumbrar del modo que Él sólo sabe, según el designio de su infinita voluntad, sus divinas y coeternas donaciones al hombre; pues, en un requiebro de amor inefable, en María y a través de Ella, el mismo Dios se nos dio con corazón de Padre, canción de Verbo y amor de Espíritu Santo.
Ante lo cual, mi pobrecita alma, anonadada, temblorosa, adorante, asustada y ahondada en el misterio, exclama como en un himno de alabanza:
Gracias, Madre, por haberme introducido en tu seno para contemplar contigo lo que no es dado vislumbrar a criatura alguna en la tierra, si no es llevada por Ti a la hondura profunda y sacrosanta del misterio que Tú encierras.

[…] ¡Oh… sacratísimo y secretísimo misterio el de la Encarnación…! ¡Inmenso, excelso e insondable misterio de Dios con el hombre…!
¡Oh…! ¡Pero si Dios, por su excelencia infinita, no puede ser más que Dios…! ¡Y el hombre, por su creación finita, por muy sublime que sea ésta, no puede ser más que hombre…!
¡Terrible misterio de la Encarnación…! ¡Hondo, profundo, secreto, insondable e incomprensible para la mente humana…!
[…] ¡Qué sorprendente en su realidad profunda y amorosa…! ¡Misterio de la Encarnación, que casi sin poder ser ni aun dentro de las posibilidades infinitas, por la infinitud de la perfección de Dios, la misma Sabiduría eterna saca de su potencia la posibilidad de hacer lo imposible para que Dios sea Hombre y el Hombre pueda ser Dios…!

Y por si era poco, este sublime misterio, incomprensible para la mente humana, es contenido, mantenido y realizado en el seno de una criatura tan maravillosa, que tampoco cabe en la mente humana conocer su grandeza y su riqueza por la excelsitud de su creación que la ha hecho capaz de ser Madre del mismo Dios Encarnado, al no tener Cristo más Persona que la divina; para que por Ella, en Ella y a través de su virginal Maternidad, mediante la contención del misterio que encierra, nos fuera comunicado, en el poema de amor más apetecido para el hombre –la maternidad–, el romance divino de Dios encarnado, y hecho hombre por amor.
¡Oh!, ¿quién podrá acercarse al misterio insondable de la Encarnación, sin ser introducido por María…? ¿Quién será capaz de acercarse al instante-instante de romper el Padre en Palabra de fuego en el seno de la Señora, en el ímpetu sagrado del amor del Espíritu Santo…? Y ¿quién podrá penetrar en aquel misterio infinito, sin que María lo introduzca dentro de sí…?
¡Ay María…! ¡Inefable portento el de tu Maternidad, que te hace depositaria de las promesas cumplidas de Dios al hombre a través de Cristo, el Unigénito del Padre, «Emmanuel, Dios con nosotros»…! –«Haré con vosotros un pacto sempiterno, el de las firmes misericordias de David»–. ¡Ay María, tan desconocida y tan profanada tantas veces por la mente humana, al no conocerse según el pensamiento divino el portento de los portentos que encierras, para que Tú, como única depositaria de él, lo comunicaras a todos los hombres…!
[…] ¡Qué sublime, qué profundo y qué excelso es el misterio de la Encarnación y, por ello, qué grandiosa la Maternidad de María…!
[…] Sólo el que a Ti se acerca es capaz de ser introducido por Ti en la cámara nupcial del secreto de Dios Encarnado, y, acurrucado en tu seno maternal, sorprender el misterio infinito, oculto, trascendente, velado desde todos los tiempos y manifestado en Ti, por Ti y a través tuya a todos los hombres…
[…] ¿Dónde está la palabra humana para cantar las grandezas de María…? No hay palabra creada que pueda expresarlas, porque, cuando Dios la creó, la hizo a imagen de su sabiduría y como manifestación de esta misma sabiduría dándose en maternidad…
Y ¿quién podrá comprender de alguna manera la sabiduría divina en la tierra, sino Aquella a la cual le ha sido deletreada tan sorprendentemente que el Verbo Infinito, la Palabra del Padre, rompiendo en inéditas melodías de eternos cantares, en Ella y dentro de Ella se encarnó?
¡María es consciente del misterio de la Encarnación por designio amoroso de Dios que se encarnó en sus entrañas virginales, haciéndola romper, por la brisa de su vuelo y la fuerza de su infinito poderío, en Maternidad divina…! […] ¡Qué grande es María por contener en sí el grandioso, sublime y subyugante misterio de la Encarnación…!
[…] Hoy he comprendido sorprendentemente, una vez más, desde la pobreza, pequeñez y ruindad de mi nada, penetrada por el pensamiento divino e iluminada por su sabiduría amorosa, que no hay misterio que no se nos comunique en Ti, por Ti y a través tuya…
¡Gracias, Señor, por haberme dado una Madre, mediante la cual, yo sea capaz de entrar en el gran momento de la Encarnación, y, por él, en todos los demás misterios que, donados por Ti, se encierran en el seno de la Santa Madre Iglesia repleta y saturada de Divinidad!
¡Gracias, Madre!, por haberme introducido en tu seno, único camino y único medio por el cual yo puedo vislumbrar y penetrar, según la medida de la impotencia y nulidad de mi nada tener, nada poder y nada saber, algo del misterio de Dios hecho Hombre; y en él entender, saborear y vivir, en tu seno y desde tu seno, el misterio de la Iglesia que es perpetuación del misterio de la Encarnación realizado en tu seno. Y por eso, Tú, María, así como eres Madre de Dios, eres la Madre de la Iglesia mía, la contensora también de toda su realidad en la prolongación de los siglos… «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
¡Gracias, Señor, por haberte hecho Hombre! ¡Gracias por habérmelo enseñado hoy en el seno de María, y por haberme manifestado que sólo en Ella se puede comprender el arcano insondable de Dios en sí, bajo el misterio de la Encarnación, que hoy, por ser Iglesia, he descubierto contenido y mantenido en el seno de la Señora y comunicado a mi alma con corazón de Madre y amor de Espíritu Santo…!
¡Gracias, Señor, por haberme dado a María por Madre y así tener en la tierra quien me introdujera en tu misterio…!

¡Ay Sancta Sanctórum de la Encarnación! Yo, adorante, dentro, contemplo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo obrando el misterio que se encierra en la Encarnación… ¡Veo a María contemplando, en colaboración con las divinas Personas, la realización de ese misterio…!
[…] ¡Oh el momento de la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo, obrándose esto en el Sancta Sanctórum de la Señora, mediante la donación del Padre, que nos da a su Hijo por el amor del Espíritu Santo…!
[…] El Espíritu Santo, en un coloquio de amor, de intimidad, en su ímpetu infinito, prepara a la Virgen para que, en su seno y de su carne, Dios forme una humanidad que se una con la Divinidad en la persona del Verbo y obre la Encarnación…
[…] La Encarnación es la unión de Dios con el Hombre… El Padre nos da a su Hijo y María da a Dios la humanidad que Dios necesitaba para que su Hijo fuera Hombre…

¡Inefable misterio el de la Encarnación, en el cual actúa el Padre dándonos a su Hijo, el Hijo encarnándose en María, el Espíritu Santo obrando el misterio en la Señora, y la Virgen dándole su carne al Verbo de la Vida para que se haga Hombre…! Y así, la Encarnación, como todos los misterios de la donación de Dios al hombre desde ese momento, ha sido realizada entre el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y con la colaboración de María. Y la parte que María toma en el misterio de la Encarnación es tan importante, que pasa a ser la Madre de Dios y Madre universal de la humanidad.
La Encarnación es el romance de amor entre Dios y el hombre en las entrañas de María.

¡Qué grandeza apercibe mi alma hoy en la Virgen…! La he visto siempre muy hermosa, muy sublime, pero nunca he penetrado como hoy en su grandeza frente a la Encarnación.

Por este misterio he comprendido que no hay gracia en la tierra que no le haya sido concedida en plenitud; porque cualquier gracia, por grande que sea, será siempre casi infinitamente más pequeña que su Maternidad divina, la cual le hace intervenir activamente en el gran misterio de la Encarnación.
¿Qué gracia habrá –por muy grande que sea, siempre a distancia inimaginable del don de la Maternidad divina– que se pueda conceder a una pura criatura en cualquier momento de su existencia, que no le haya sido concedida en plenitud durante toda su vida a la Señora Blanca de la Encarnación, creada y predestinada para ser la Madre de Dios, por la voluntad del Padre que nos dio a su Unigénito Hijo en el seno de una Virgen –«y la Virgen se llamaba María»–; realizándose esto en «la llena de gracia» por obra del Espíritu Santo, en un romance de amor de tan subida excelencia, que la hizo romper en maternidad, y Maternidad divina…?
Por lo que, según mi pobre y limitada captación, ahondada en el pensamiento divino en penetrante sabiduría amorosa, todas las gracias, frutos, dones y carismas que a cualquier Santo en cualquier momento de su vida le hayan sido concedidos, a la Virgen, Inmaculada por los méritos previstos de Cristo, llena de gracia y Señora de la Encarnación, le fueron otorgados, durante todo su peregrinar, en la plenitud que pedía la gracia de su Maternidad divina. Ya que, por María y a través suya, Dios nos donó a su Hijo Encarnado, por el cual nos han venido todas las gracias.
Siendo la Virgen «Madre de la divina Gracia»; cosa que en un canto de alabanza en manifestación de sus grandezas, los hijos de la Iglesia lo vamos proclamando, llenos de gozo en el Espíritu Santo, en las letanías del Santo Rosario.
¡Cuánto ha aumentado ante mi mirada espiritual la grandeza pletórica y exuberante de María, y cuánto ha disminuido la pequeñez de los pensamientos de los hombres cuando, al ponerse frente a la Señora, le regatean alguna gracia que le haya podido ser regalada como sobreabundancia de su Maternidad divina…!
¡Qué contenta estoy de haber penetrado hoy en la Virgen así, y de que, en Ella y por Ella, pueda pasar a vivir y participar en el misterio de la Encarnación…!

¿Cómo podrá el hombre pecador entrar en el descubrimiento de las realidades divinas sin una previa limpieza de su espíritu…? ¿Cómo se atreven las mentes ofuscadas por la soberbia, y tal vez por la lujuria, a ponerse frente a Dios, frente a Cristo, frente a María, frente a la Iglesia, para intentar descubrir, en un estudio frío y ofuscado, el pensamiento de la Sabiduría divina, en el misterio de su vida hacia dentro y en la comunicación de este mismo misterio hacia fuera por medio de la Encarnación, donde aparece María con la gran plenitud de su Maternidad y donde se contiene el misterio de Dios dándose al hombre y el misterio de la Iglesia, continuación y perpetuación de la Encarnación durante todos los tiempos…?
¿Cómo se atreve el hombre, que no está penetrado de la luz del Espíritu Santo e iluminado por su infinito pensamiento, y sin la sabiduría amorosa del Infinito Ser, a meterse en los misterios divinos bajo la luz entenebrecida de su pequeñito entender, lleno tal vez de criterios humanos…?
¡Oh grandeza de la Maternidad de María, tan desconocida, y a veces despreciada y ultrajada por el pensamiento y la ofuscación de los que, sin sabiduría divina, se atreven a meterse en el Sancta Sanctórum donde Dios mora en la tierra, para vislumbrar, con la cerillita tenebrosa de su entendimiento oscurecido, el esplendor casi infinito de la santidad, de la plenitud, de la llenura y de la grandeza de la Madre de Dios…!
¡Oh hombre, que tenías, como el profeta Isaías, que quemar tus labios con un carbón encendido para pronunciar el nombre de María, y que te atreves a meterte en el Sancta Sanctórum de la Encarnación, e intentas descubrir el secreto que encierra, acercándote a él tal vez con tu alma entenebrecida y sucia por el fango de tantos pecados…!

¡Qué grandes son las realidades de la revelación…! Y mientras más luz infunde la sabiduría en el alma, más aumenta ante ésta la inmensidad e infinitud del misterio de Dios y de sus planes eternos… La luz divina hace aparecer al mismo Dios, ante la mente de quien le conoce, infinitamente trascendente, terriblemente maravilloso, apasionadamente apetecible… Y esa misma luz abre en el espíritu insondables cavernas en hambres insaciables de más saber, en un saboreo que es vida, al Ser en su realidad infinita. Y cada nueva llenura hace surgir en lo más profundo del espíritu una nueva capacidad que hace vislumbrar una mayor grandeza del Infinito, con un nuevo aumento de nueva sabiduría para nuevamente apetecerle más y saberle más de nuevo.

En esa misma luz el alma descubre el gran misterio de la Encarnación, incomprensible para la mente humana e incontenible por ninguna criatura, y por él y desde la Maternidad divina de la Señora, los demás misterios. En él sorprende que Dios se hace Hombre y el Hombre pasa a ser Dios. ¡Misterio que parece que contradice la misma realidad infinita, por la excelsitud y sublimidad trascendente que en sí encierra!

Y, ¡oh sorpresa!, cuando el alma se encuentra a María metida en el gran misterio de la Encarnación, como parte integrante del mismo… ¡Oh sorpresa!, cuando en ese misterio descubre que toda la sabiduría que el hombre pueda recibir, la plenitud de vida, la posesión de Dios, la grandeza del sacerdocio, la terribilidad del misterio de la Iglesia…, todo eso se realizó y se nos dio en María y con su colaboración a través de su Maternidad divina…
¡La mente parece que se rompe ante la plenitud del misterio que contempla, ante la grandeza de la Señora en la Encarnación, ante su colaboración en los planes eternos, ante la participación activa de su Maternidad en toda la donación de Dios al hombre por y en el misterio de la Encarnación…!

Con temblor y temor, pero llena de confianza y amor filial bajo el cobijo amparador de su Maternidad divina, desde hoy […], miraré siempre a María, por la grandeza que he contemplado en el misterio de la Encarnación que en Ella se encierra y su participación en él. Con temor de acercarme a su blancura y poder enturbiar su grandeza con mi ofuscación; y con amor y confianza, porque Dios me la dio por Madre, para que, metiéndome en su seno, me fueran descubiertos los secretos del Padre que en Ella se nos comunican…
Hoy he aprendido que todo cuanto se me da en el seno de la Iglesia, que todo cuanto se me ha dado, que todo cuanto se me dará, ha sido por medio de María, lo cual yo, tal vez inconscientemente, no le he sabido agradecer ni corresponder. Pero hoy, en la luz y amor de su cercanía, he visto que no hay nada ni en el Cielo ni en la tierra que se nos trasmita fuera de la Maternidad divina de la Virgen, Madre, Reina y Señora toda Blanca de la Encarnación. La misma Iglesia es el regalo que Cristo nos dio por María y en su seno; y así como la Iglesia es la prolongación y perpetuación del misterio de Cristo en su Encarnación, vida, muerte y resurrección, es también la perpetuación y prolongación del misterio de la Maternidad de María.
[…] Y ante esta verdad mi alma gozosa descansa en el saboreo y cercanía de la presencia de la Señora de la Encarnación, en este día de gracia, de luz y de amor, que Dios me ha concedido, como un nuevo preludio en mi caminar hacia Él.
Señor, esclarece mi entendimiento, para que mi alma pueda entrar, sin profanarlo, en el secreto de tu vida íntima y de tu Encarnación, metida en el regazo de María, desde donde se aperciben, se vislumbran y se descubren, como desde una atalaya, los misterios infinitos de tu vida en tu comunicación familiar y en tu donación a los hombres.
¡Gracias, Señor, por haberme dado hoy la posibilidad de conocer tus misterios introducida en el regazo de la Señora de la Encarnación, toda Virgen, toda Madre, toda Reina y toda Señora!

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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