Escrito de la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 12 de diciembre de 1959, titulado:

TODA LA VIDA DE CRISTO ES

UN MISTERIO DE DESCONSUELO

[…] ¡Ni te conocen a ti, ni me conocen a mí! Y, por lo tanto, ¡no hay consuelo para tu alma herida y desgarrada!

Busqué quien me consolara y no lo hallé”. Porque, al no recibir el mensaje eterno que vienes a comunicarles, no beben las almas del agua divina que, de tu seno, se derrama a borbotones en la Iglesia, para saciar abundantemente a todos sus hijos, dejándote a ti, que eres Fuente de aguas vivas, y cavándose cisternas rotas que les llevan al apartamiento de la Felicidad infinita que Tú necesitas comunicarles.

Viniste a las tinieblas y las tinieblas no te recibieron, y por eso, durante toda tu vida, desde el pesebre hasta la cruz, desde el primer instante de tu concepción, se clavó en tu alma la espina más honda y aguda que puede lacerar el alma humana: la ingratitud.

Tanto amó Dios al mundo, que le dio su único Hijo”, en el cual Él descansa plenamente, El Descanso eterno del Padre, la Alegría y el Gozo de los bienaventurados, el Cantor infinito del infinito amor, la Expresión eterna del mismo Dios increado, “vino a los suyos y éstos no le recibieron”.

¡Oh, Verbo, Palabra infinita, perfecta y fecunda que vienes a traer el consuelo de los bienaventurados a los desconsolados hijos de Eva, a éstos que, al pecar, apartándose de la Fuente de la Vida, “se cavaron cisternas rotas”!

Tú, el Infinito Consuelo del Cielo, no encuentras consuelo en la tierra: “¡Busqué quien me consolara y no lo hallé!” Palabras misteriosas; para nuestro entender, doblemente misteriosas. ¡El Consuelo eterno, el Verbo de la Vida, mendigando consuelo entre sus criaturas…! ¡Qué misterio…! Misterio de amor, de entrega y de olvido de sí mismo.

Tanto se olvidó, tanto se entregó y abnegó, tan completa fue su victimación, que no había consuelo para el alma desconsolada del Verbo Encarnado. ¡Oh, misterio soberano, incomprensible…! ¡Misterio de amor Tú te eres, Verbo mío..! “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”, no le comprendieron ¡ni le comprenderán jamás en la tierra!

¡Ay, Jesús incomprendido…! Yo hoy, en silencio, en oración, poniendo mi alma de esposa en la tuya, Fuente de vida, quiero beber y escuchar de tus labios divinos, sin ruido de palabras, como Verbo que te eres, la sustancia de esas palabras que, taladrándome, me han herido, ante la impotencia que siento, para comprender algo del hondo misterio de esa queja tuya, y así, ver si puedo servirte de consuelo: “Busqué quien me consolara ¡y no lo hallé!”

¡Oh, Amor! ¿Cómo es posible…? Veo a tantos miles de almas: mártires, doctores, confesores, vírgenes…, y por encima de ellos, a tu Madre santísima viviendo sólo para consolarte, y hecha, para comprenderte, Inmaculada, sin pecado… Y cuanto más voy conociendo a María, y viendo la grandeza inmensa de mi Santa Madre Iglesia y el fruto incontable de sus santos, de sus mártires, que regándola con su sangre, sólo por tu amor han dado su vida entre cánticos de alabanza, contentos y dichosos por poder consolarte y seguirte, más misteriosas se me hacen aún estas palabras: “Busqué quien me consolara ¡y no lo hallé…!”

Pero, penetrando hoy algo en el océano inmenso de tu alma santísima, he comprendido un poquito que no hay consuelo para ti, porque no hay comprensión que pueda abarcarte en la grandeza inmensa de tu dolor.

El alma incomprendida no puede ser consolada. Tu alma, oh Cristo mío, misterio y filigrana del divino Amor, por ser el alma del Verbo, tiene una capacidad incomprensible para nosotros de amor y de dolor, que en la tierra nunca se ha podido ni se podrá abarcar. Y como el alma es consolada en la medida que es comprendida, aquella parte del alma de Cristo que queda sin comprender se queda sin recibir consuelo; y, al exceder su capacidad casi infinitamente a la nuestra, esa parte misteriosa, profunda y trascendente, a la cual nunca podremos llegar, queda sin consolar, y por eso: “Busqué quien me consolara y no lo hallé”.

Ay, alma de mi Cristo, ¡qué misterio de amor a Dios y a los hombres se encierra en ti…! Misterio de entrega, de victimación. ¡Qué dolor sentirías ante la incomprensión de los hombres…! Tú encerrabas en ti el dolor más grande que una criatura, en la cual se ha derramado la misma fortaleza del Dios altísimo, ha podido soportar.

¿Quién podrá comprender los misteriosos amores por los que te consumías de amor al Padre? Y por eso, ¿quién podrá vislumbrar el dolor tan profundo que te taladró ante la incomprensión, la indiferencia y el desprecio de los hombres a Dios?

Cristo mío, un poco vislumbro hoy, aunque no lo puedo explicar, del amor y dolor casi infinito, en cuanto hombre, que ardía en tu alma.

Jesús, Hostia dolorosa de amor, ¿me dejas –ya que no puedo explicar la filigrana de finura y de capacidad que había en tu alma para amar y padecer– que al menos derrame toda mi vida en la tuya solamente para poderte proporcionar, oh mi Dios Encarnado, un poquito de consuelo?

¡Oh, misterio de desamparo…! Toda la vida del Cristo, un misterio de desconsuelo.

Jesús, Tú eres el Verbo que viene a cantar a los hombres tu Divinidad ¡y no eres recibido…! Y eres el Cristo, Verbo Encarnado, que estás ante la mirada del Padre como pecado y representante de ese pecado, a quien el mismo Padre, que se es la Santidad por esencia, ha abandonado; ¡Tú que estabas siempre recibido “en el seno del Padre”, abrasado en el amor del Espíritu Santo, en el cual encontrabas consuelo infinito ante la incomprensión, por parte de los hombres, de tu alma santísima…! ¡Qué dolor para ti, el ver que “la Luz vino a las tinieblas y las tinieblas no la recibieron…”!

Durante toda tu vida, oh Cristo mío, estuviste soportando, por una parte, el incomprensible, dulce y misterioso peso del amor que en ti ardía y te abrasaba; y por otra, el insoportable peso del dolor de los pecados de los hombres de todos los tiempos, que sobre ti caían por ser el Cristo, fiador de todos tus hermanos; siendo toda tu vida un “todo está consumado” a esa voluntad amorosa del Dios Amor y a todos sus amorosos designios sobre ti. Pero donde más se refleja el desamparo y desconsuelo de tu alma, fue en el momento supremo en que estabas clavado en la cruz, solo e incomprendido de las criaturas. ¡Cómo mirarías a todos tus hijos y verías que nadie podría consolarte, porque a nadie le había sido dado el abarcar la hondura misteriosa y la victimación de tu alma…! Y por eso: “Busqué quien me consolara y no lo hallé”. ¡No había consuelo en la tierra para ti!

¡Pobre Jesús…! ¿Cómo es posible tanto dolor…?

Y por si era poco, te vuelves al Padre buscando consuelo, y ves que Éste, volviendo el rostro al pecado que Tú representabas, también te ha desamparado. No porque no te comprendiera, que Él, como Dios, te penetraba totalmente; sino porque, al representar Tú al pecado, en ese momento Él estaba derramando sobre ti su justicia divina. Y te volvió el rostro, dejándote desconsolado en el más terrible y desolador desamparo.

¡Pobrecito Cristo mío…! Con tu desamparo total, amparaste mi alma bajo el abrazo infinito del Espíritu Santo.

Éste fue el martirio más terrible y supremo de la redención, en el momento de la manifestación del máximo amor de Cristo para con el hombre: verse desamparado del Padre, Aquél que no tiene otra cosa que hacer que cantar al Padre.

¡Pobrecito Cristo mío…! Ya no solamente en la tierra no hay consuelo para ti, sino que tampoco en el Padre encuentras consuelo. “¡Busqué quien me consolara y no lo hallé!”

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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