Escrito de la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 15 de abril de 1960, titulado:

EL SOLO

Dios se es el Eterno Acompañado, Familia Divina que, en su serse, es Tres; Hogar infinito de amor y calor indecible, en el cual mi Trinidad es calor de hogar.
Dios se es su solaz y su descanso; y tan infinitamente se lo es en sí mismo y para sí mismo, que, en su sobreabundancia de serse Hogar de paternidad infinita, es y será nuestro Hogar en Eternidad sin fin.
¡Oh qué gozo eterno de unión trinitaria en el Seno-Amor…! ¡Está tan contento mi Dios…! ¡Siempre acompañado…! ¡Nunca solitario el Eterno Sol…!

Dios se es Familia infinitamente acompañada, esencialmente en su serse Trinidad, y accidentalmente en la compañía gozosa de los Bienaventurados.
En su serse Trinidad, Dios es Padre tan infinitamente Padre, tan soberanamente Padre, que no puede tener más que un Hijo esencial, en el cual todos los demás son hijos adoptivos.
Y tan infinito es este Hijo, que, dejando exhausto el fecundo seno del Engendrador, se es todo el ser terrible e infinito del Padre en Hijo; Hijo que es el descanso de la fecundidad increada del Engendrador eterno.
Tanto descanso es el Hijo, que es todo el ser del Padre en un grito expresivo de terrible Explicación.
El Padre descansa en su necesidad de engendrar, en un grito de Hijo; siendo el Espíritu Santo el Amor mutuo de ambos.

¡Oh Familia Divina que, en calor de hogar, Tres te eres…!
No podía faltar en las entrañas mismas del Engendrador, el descanso de la paternidad infinita en Hijo, en alegría cantora…
Todo Dios se es alegría, pero cantora se lo es en el Hijo. Es propio del Hijo cantar en jubilosa Canción las hermosuras del Padre; por eso, aunque todo Dios se es alegría infinita de gozo eterno, en el Verbo se es CANCIÓN.
El Padre, al decir «Hijo», engendra su perfecta Expresión y Explicación y su misma alabanza hecha Canción y alegría eterna.
Todo Dios se es una alabanza de gloria, un gozo eterno, un descanso infinito. Y el Hijo, al encarnarse, es el primogénito del Padre, la alabanza perfecta de Dios entre los hombres.
Dios es Familia divina, Hogar eterno, en el cual el Padre y el Hijo se abrazan, se besan y se aman tan infinita y perfectamente, que su Beso, su Amor, es tan acogedor, tan infinito y tan eterno, que, siendo parte de la Familia Divina, es una Persona. Y ya el Padre y el Hijo, por exigencia de serse amor de paternidad y de filiación, están eternamente acompañados por su mismo Amor en persona.
¡Oh Familia Divina, tan acompañada, tan unida, tan eternamente amada, que en un abrazo de unión perfecta te besas en fecundidad infinita de unión unicísima…! ¡Hogar hogareño de calor divino…! ¡Hogar perfecto de unión eterna en Beso de amor…!
Si Dios no fuera familia, no sería feliz, no sería dichoso, y entonces no sería Dios. Él necesita serse el Hogar divino, y se lo es; Hogar de familia que en perfección se es Tres. Dios no podía serse ni más familia que es, ni menos; si así fuera, no sería feliz, no sería Dios, Trinidad de tan perfecto acuerdo, de tan perfecta unión, que en tres Personas se es un Dios…
¡Oh Misterio de calor amoroso, de unión perfecta, de Trinidad Una se es mi Dios…!

El Eterno Acompañado, el que siempre se es acompañado en su mismo seno, de tan acompañado que se es, ha querido, por bueno, hacernos participar de su dichosísima compañía. Y, para eso, el Eterno Acompañado se encarna habitando en un país donde será «EL SOLO…».
El Eterno Acompañado, que se es el gozo, la alegría y el acompañamiento de todos los Ángeles y los Santos, el Unigénito del Padre que, en su Voz sonora, está dando en todos los confines del Cielo, por todos los ámbitos de la Eternidad, un grito de filiación en el abrazo acompañado del Beso infinito del Espíritu Santo, en las mismas entrañas engendradoras de la paternidad del Padre…, el Hijo, «Luz de Luz y figura de la sustancia del Padre», el Acompañado por antonomasia, «VIENE A LOS SUYOS, Y LOS SUYOS NO LE RECIBIERON…».
El Verbo se encuentra, al «descender de los collados eternos», donde en Familia divina Él es el Hijo cantor, con la rudeza e incomprensión desamparadora de los hombres, pudiéndosele llamar «EL SOLO».

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Pero quiso Dios que su Hijo, en la tierra, supiera también de calor de hogar, saboreando la compañía amorosa de su Madre y de San José. Calor de hogar que, para la tragedia terrible y tremenda del Verbo Encarnado, era un oasis en su caminar desamparador y desolador por este valle tenebroso.
María y José consolaron, en la medida de su capacidad, al Cristo del Padre; pero ¿quién podrá penetrar la hondura, casi infinita, de la tragedia desamparadora y solitaria de la Luz no recibida…?

Jesús, que, en su Divinidad, como Verbo, sigue siendo el Eterno Acompañado en unión trinitaria –ya que donde mora una divina Persona moran las otras Dos–, bajo el peso de la terribilidad espantosa de todos los pecados cayendo sobre Él, se sentía en la tierra EL SOLITARIO, EL DESAMPARADO, EL INCOMPRENDIDO.

¡Mi divino Solitario…!, ¡el Solo…!; ¡el que pasa su destierro en la soledad más terrible y espantosa por la ingratitud y el desamor de los suyos…!: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron».

«El Solo», con la terrible responsabilidad de la carga de todos los pecados, que, al oponerse contra la santidad infinita del serse del Ser, han cerrado la puerta del Hogar divino, el cual será por Cristo nuestro solaz y nuestra mansión eterna.

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Si penetráramos en la hondura profunda de Cristo, veríamos su escalofriante soledad.

Jesús… ¡Tú sí que eres «EL SOLO» en país extraño…! Te veo caminar, rodeado de las muchedumbres, en la amargura triste de tu alma solitaria…
¡Oh Jesús, ante la vista de todos pasaste por la tierra siendo el Acompañado…! Pero, ante la mirada penetrante y purísima de tu Madre Inmaculada, que intuía en tu profundidad, eres vislumbrado en la soledad solitaria de tu alma santísima…
«El Solo…». Soledad que nosotros nunca podremos penetrar en tu capacidad como infinita…

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¡Oh Jesús!, reflejo de esta soledad terrible fueron los momentos sangrantes de tu pasión dolorosa, en los cuales toda tu humanidad manifestaba el desamparo de tu alma, no solamente en tu dolorosa tragedia interna, sino también en tu vía crucis solitario de desamparo humano…

Y en aquellos momentos que Tú, mi divino Maestro, más necesitabas de la compañía de tus amigos, aunque fuera externamente, te encuentras completamente solo: «Pedro…, ¿duermes…? ¿No habéis podido velar una hora conmigo…?». «Velad y orad para que no caigáis en tentación…». «Si me buscáis a mí, dejad a estos…».

¡No hay ningún corazón amigo para «el Solo»…! Todos huyen y Jesús se encuentra en un desamparo total…

¡Todos no…! En su soledad terrible y espantosa, ¡un «amigo» tiene Jesús! ¡Un «amigo» que no duerme, que, en muestra de esta amistad, besa la mejilla del Divino Maestro…! «Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre…?». Este es el único amigo que le busca en estos momentos de soledad espantosa…

Si Jesús, al encontrarse tan solo, por un imposible no hubiera sabido la traición de Judas, al verlo venir hacia Él hubiera sentido un consuelo; porque, ante su desamparo, veía que un amigo presuroso, un compañero, un Apóstol, un hijo suyo, venía a su encuentro con la mayor muestra de amor: un beso…; beso que, depositado en la mejilla divina del «Solo», fue la señal mayor de su soledad y desamparo…

Los demás amigos han huido, y Jesús se encuentra con la representación, frente a frente, del amigo traidor… «¡Oh amigo y confidente mío, con quien vivía en dulce intimidad y andábamos entre la alegre muchedumbre, alzaste contra mí tu calcañar…!». «Amigo, ¿con un beso has venido a venderme…? ¡Amigo y confidente mío…!».

Pero sí, Padre, «ha llegado la hora», la hora en que será manifestada a los hombres algo de mi desgarradora soledad en mi paso por la tierra.

«Es la hora del poder de las tinieblas»; y todo el infierno, burlándose sarcásticamente del «Solo», se abalanza sobre Él como su presa deseada y preferida… Todo el infierno, representado en la fiereza del hombre, se lanza, impulsado por la envidia, sobre la presa apetecida: ¡el Divino Maestro…! ¡Como un blasfemo fue condenada a muerte la Santidad Infinita…!:

«Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si eres Tú el Mesías, el Hijo de Dios.

—Tú lo has dicho.

—Habéis oído la blasfemia, ¿qué os parece?

—Reo es de muerte».

Y se descargan empellones, bofetadas, blasfemias y los peores y más horribles tratos sobre la humanidad sacratísima del Verbo de la Vida…, ¡de aquel Verbo que es el Intocable…!: «Entonces comenzaron a escupirle en el rostro y a darle puñetazos, y otros le herían en la cara, diciendo: Profetízanos, Cristo, ¿quién es el que te hirió?».

Y el Verbo Encarnado, manifestando las entrañas paternales del corazón de Dios, es arrastrado, en su humanidad, por sus mismos hijos a la muerte más afrentosa y humillante que estaba reservada a los esclavos… ¡También por el precio de un esclavo fue vendida la Vida Encarnada! Treinta monedas era el precio del puesto en venta, el esclavo… ¡Y por treinta monedas fue vendida la Libertad por esencia…!.

«¡Ay Jerusalén, Jerusalén…!». «¡Si hubieras conocido el día de mi visitación…!». «¡Cuántas veces quise cobijarte como la gallina a sus polluelos, y tú no quisiste…!».

¡Qué soledad tan terrible la del «Solo» solitario…! ¡¿Dónde está Pedro, aquel valiente amigo que había prometido seguir al Maestro hasta la muerte…?! ¿Dónde está Juan, el hijo del trueno, que había aprendido sobre el pecho del Divino Maestro la palabra de vida: «Dios es Amor…»? ¿Y los demás Apóstoles? ¿Y el Pueblo que el Domingo de Ramos le acompañaba vitoreándole: «Hosanna al Hijo de David…, bendito el que viene en nombre del Señor…»?

«Hirieron al Pastor y se descarriaron las ovejas».

Y el Ungido de Yahvé se encuentra en la soledad más terrible y desoladora que ningún ajusticiado probó. Lo único que se sabe de sus Apóstoles, en estos momentos, es que uno de ellos está negando con juramentos el haberle conocido…. ¡Precisamente el que tenía que ser la Piedra y fundamento de la Iglesia…! «¡Era el momento del poder de las tinieblas!».

Sale el Divino Maestro muy acompañado de los soldados y, al cruzar por el patio, busca ansioso con su mirada la mirada de Pedro que allí estaba… Y le mira con cariño de perdón, de amparo, de calor y de amistad… En aquella mirada se fundieron los dos que de verdad se amaban…

Y Pedro, que llevado por el amor al Maestro había llegado hasta el patio del Pontífice, y en su acobardamiento le había negado, se encuentra con la mirada amiga y amparadora del «Solo…». Mirada que, grabándosele hasta lo más profundo del alma, le hizo romper a llorar amargamente.

Siguiendo Jesús su camino, es entregado en manos de aquella soldadesca inhumana, para que se diviertan a costa del Verbo de la Vida Encarnado…

¡Oh qué dolor para Cristo verse tratado por sus mismos hijos tan cruel y brutalmente…!

Jesús, yo quiero penetrar en tu alma solitaria y dolorida, para depositar en ella un beso que te sepa a hijo bueno, a hijo fiel, y acompañarte así durante toda esta noche, besando con el Espíritu Santo todas aquellas heridas con que la ingratitud y el desamor de los tuyos taladraron tu alma de Padre desgarrado…

¡Qué noche tan terrible para tu humanidad, que, aunque sostenida por la Divinidad, se sentía en el mayor de los desamparos ante la crueldad aterradora de la malicia del pecado!

Y al clarear aquel día tenebroso del Viernes Santo, conducido por tus enemigos, eres llevado y traído a aquellos jefecillos que inhumanamente se burlaban, en el colmo del desconocimiento, del Verbo de la Vida, valiéndose del poder que Él mismo les había dado: «¿No sabes que tengo poder para soltarte o crucificarte?». «No tendrías ningún poder sobre mí, si no te hubiera sido dado de lo Alto».

¡Pilato…! ¡Terrible desatino…! ¡No encuentras culpa en el reo…! ¡Pero el respeto humano te deja desahogar la envidia satánica de aquellos príncipes de la Sinagoga que pedían venganza de su corazón orgulloso…! Y tú, ¡oh insensato!, mandas azotar a la Fortaleza por esencia, a la Justicia infinita, a la Santidad eterna, como a un malhechor…

¡Ángeles del Cielo!, ¿qué hacéis…? Temblando y como despavoridos ven descargar el primer golpe sobre el Hijo de Dios al cual ellos, postrados, adoran eternamente…

¡Oh…! ¿Dónde están los amigos del Divino Maestro…? Los Apóstoles, los discípulos que le rodeaban, el Pueblo que ha poco le proclamaba rey, ¿dónde están…? ¡Que se está descargando todo el furor del infierno en disciplina cruenta sobre la Santidad Eterna Encarnada, sobre la Justicia Infinita…!

María, unida al alma de su Hijo en todos y en cada uno de estos tormentos, hecha una cosa con Él, experimentaba en su alma de Madre de Dios toda la tragedia terrible del Verbo Infinito Encarnado…

Aquellos hombres, cegados, enloquecidos y manejados por el infierno, llenos de odio diabólico, inventan las palabras, mofas, maldiciones y tratamientos más satánicos para el Cristo desamparado y solitario, que, agotado por el sudor de sangre y por la tristeza, llora en silencio la ingratitud y el desamor de los suyos.

Uno de los soldados, en el colmo del sarcasmo, dando un grito de triunfo, exclama: «¿No era rey?, ¡pues hagámosle una corona!».

«Y le llevaron dentro del atrio…, y convocaron a toda la cohorte; y le vistieron un manto de púrpura, le ciñeron una corona tejida de espinas y comenzaron a saludarle: “¡Salve, rey de los judíos!”. Y le herían la cabeza con una caña, y le escupían e, hincando la rodilla, le hacían reverencias…».

Mofa

 

Pero no para ahí… Al rey le corresponde un cetro. Y, en señal de burla, buscan una caña vieja, con la cual apalean la cabeza sangrante y dolorida del Buen Pastor… Y terminan poniéndosela en la mano como símbolo de su realeza en sarcasmo sacrílego.

¡Oh dolor terrible del alma de Cristo…!; repercutiendo hondamente en ella las punzadas que las espinas lacerantes producían en su cabeza… ¡se sentía desfallecer física y moralmente ante tanta ingratitud!

¡Oh Jesús, yo quiero hoy besar tus mejillas divinas, tus ojos amoratados por las puñadas de aquellos hombres inmundos, tu cabeza taladrada por las espinas, y tu cuerpo destrozado por los azotes; depositando en tu alma, traspasada de dolor, toda mi vida en respuesta a tu donación amorosa!

Ya está la Belleza Infinita sin figura humana, «como gusano que se arrastra, y no hombre, el desecho de la plebe y la mofa de cuantos le rodean…».

Empapado en su misma sangre, es cubierto como con un manto de púrpura, en el cual serán limpios los pecados de todos los hombres…

 

Temblando y despavorido por el ingente y cruel peso de los azotes que lo descarnan, en aquel hálito de vida que le queda, es llevado ante la presencia de todos sus hijos, que, en unísono grito de crueldad, exclaman ante las palabras de Pilato «He aquí el Hombre»: «¡Crucifícale, crucifícale!».

Pilato_EcceHomo

Momento desolador…, de soledad espantosa, en el cual Jesús, el Buen Padre-Amor, coronado de espinas, deshecho por los azotes, humillado, vestido de rey de burla, se encuentra ante los suyos implorando una mirada amiga, una voz de compasión, un báculo donde apoyarse, un refrigerio para su alma resecada por el dolor… ¡Pero no…!: «Busqué quien me consolara, y no lo hallé…». ¡El Solo!

Y con su cruz a cuestas, camino del Gólgota, va «el Solo» entre el inmenso cortejo, solamente acompañado de los traidores… «Los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la Luz…». Precisamente en aquellos momentos en que la soledad de un modo especial invadía a Cristo, está acompañado por una terrible muchedumbre, que, atraídos unos por la curiosidad, otros por la envidia o el rencor en el empecatamiento de sus almas endurecidas, corren presurosos tras el cortejo trágico de la condenación del reo…

Jesús, el Buen Pastor, abrasado en el amor infinito del Espíritu Santo, busca con sus ojos nublados por la sangre, el dolor y el llanto, una mirada amiga que consuele algo el desamparo terrible de su alma lacerada de Padre… Y allí donde mira, se encuentra con las miradas feroces que le responden con una blasfemia o un salivazo. ¡Este era todo el acompañamiento de Jesús en el día trágico, escalofriante y cruel del Viernes Santo…!

Pero parece que van a ayudarle a llevar la cruz… Los soldados, temerosos de no poder cebarse con su víctima y colgarle en la cruz, alquilan a un hombre para que ayude a aquel reo a llevarla, y pueda ejecutarse pronto aquella sacrílega y terrible profanación… Al menos este hombre ayudará a Jesús a llevar la cruz…

¿Había encontrado el Divino Maestro un amigo en aquel Cirineo…? No; también llevó la cruz obligado… ¡No hay nadie, en estos momentos de soledad terrible, que se ofrezca al «Solo» para hacerle un poco de compañía y darle algo de amor…!

Mas, dentro de unos segundos, con sus ojos cargados de amor infinito, mirará a aquel hombre, tembloroso volverá su cabeza lacerada y atravesada para encontrarse con la mirada de su Cirineo…

Y encontró al fin una mirada amiga… El Divino Caminante siente unos pasos presurosos que vienen hacia Él; unas cuantas mujeres llorando, que, valientes y decididas, llevadas por el amor que tienen al Divino Maestro, acompañan a la Madre del Condenado a muerte…

Y Jesús busca la única mirada amiga que, en su caminar por la tierra, encontró siempre y le supo a cariño y calor de hogar… Y las dos miradas se abrazan en la unión mutua del Espíritu Santo… ¡Se han encontrado la Madre y el Hijo y se han fundido en un mismo dolor…!

¡Ya va Jesús acompañado! ¡Ya «el Solo» ha encontrado, como en Belén, Nazaret y durante toda su vida, su oasis en su duro caminar…! Pero el dolor de la Madre ante el dolor del Hijo, y el dolor del Hijo ante la mirada de la Madre, en una unión profundísima de compenetración, los ha lacerado y atravesado aún más profundamente con una misma espada y un mismo dolor.

Jesús, empujado y arrastrado, es llevado hasta el lugar del Monte Calvario, donde, presurosos, los verdugos, comienzan a preparar el instrumento del suplicio; mientras Él, desplomado en tierra, espera el momento terrible en que, tendiéndole en el madero, empiecen a coser a la cruz su cuerpo destrozado…

Un hombre fuerte levanta el martillo descargándole sobre el clavo, que se introduce en la mano divina del buen Maestro que había tocado, sanando, a tantos dolientes, a tantos desamparados…

Otros tantos martillazos atraviesan la otra mano del Divino Taumaturgo que, con los brazos abiertos en señal de paternidad, repetiría desde lo hondo de su alma: «Jerusalén, Jerusalén», «¿qué pude hacer por ti que no hiciese…? Porque te hice mi Pueblo escogido, ¿me clavas en una cruz…?». «¡Oh Jerusalén, Jerusalén, ciudad deicida…, días vendrán sobre ti que no quedará piedra sobre piedra!».

¿Qué sentiría la Virgen ante aquellos martillazos que, al atravesar las manos de su divino Hijo, a la vez atravesaban su alma santísima en el más desgarrador, profundo y doloroso martirio…? ¡Cómo, en un grito de Corredención, rompería en un: «hágase tu voluntad» de inmolación cruenta…! El alma de la Virgen, ¡chorreando sangre en dolor desgarrador de Maternidad para con su Hijo y de filiación para con su Padre Dios…!

¡Dolor de María que aumentaba el dolor de Cristo! ¡Y dolor de Cristo que desgarraba el alma de María…!

Y cogen aquellos benditos pies ensangrentados, amoratados e hinchados por las caídas y el cansancio, y los clavan, atravesándolos y cosiéndolos al madero, para quitarles la libertad que el Divino Misionero había tenido recorriendo toda la Galilea, Jerusalén, Samaría, y tantos otros sitios por donde pasara haciendo el bien y predicando su divina palabra.

¡Ya está cosido al madero el Verbo de la Vida…! ¡Ya está aprisionada la Libertad por esencia! ¡Desnuda, ante las miradas groseras de aquellos hombres, la Virginidad Infinita Encarnada…!

 

Crucifixion

 

Y por fin levantan la cruz, metiéndola en el agujero que en la cima del monte habían hecho, para que el «Cordero de Dios» quedara colgado, como Sumo Sacerdote, entre el Cielo y la tierra, para celebrar la primera Misa…

 

¡Ya está la Hostia Inmaculada en el ara del altar, esperando el supremo momento, en el cual, en un grito desgarrador de desamparo, será consumada la Redención…!

 

Y, entre mofas, risas, burlas, blasfemias e insultos, la Santidad Infinita Encarnada, clavada entre el Cielo y la tierra, clama al Padre, como Sumo Sacerdote, en un grito de misericordia para con sus hijos: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!».

Entre dos ladrones está el Divino Ajusticiado… ¡Entre dos malhechores el que pasó por la tierra haciendo el bien…! Y aquellos hombres, desesperados, uniéndose a la mofa del pueblo, insultan al Amor Infinito derramándose como misericordia.

«El Solo», que se encuentra entre dos ajusticiados como Él, ¡hasta de sus mismos compañeros de muerte está solo…!

Y derramándose amorosamente sobre ellos, los mira; y uno de ellos, adhiriéndose a aquella mirada divina, se compenetra con Él, le ama, se convierte, se entrega, y en un grito de confianza, expresa el más noble sentimiento de su alma: «¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino…!».

Y el Amigo Divino, volcándose en paternidad y lleno de gozo en el Espíritu Santo, le dice al primero que en una cruz confesaba su fe: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso…».

¡Dimas, fuiste ladrón y en tu último «robo» acertaste…!

¡«El Solo», que en cuanto encuentra una mirada amiga, lo hace un santo…! Y desde ese momento aquel malhechor queda convertido en San Dimas, el buen ladrón, el que unos momentos después estaría con Jesús eternamente en la contemplación gozosa de la Santidad por esencia rompiendo en Amor.

Y por fin va sintiendo Jesús que se le van las fuerzas. Experimenta el Autor de la vida que a su humanidad se le escapa la vida, que la muerte se apodera de Él…

Y con una mirada de hijo bueno, desprendiéndose de todo lo que era consuelo y amparo, queriendo amparar a la Madre que deja desamparada, da a la Iglesia su misma Madre, para que Esta sea, como repercusión y sobreabundancia de su misma Maternidad divina, ¡la Madre de la Iglesia!

Y mirando a la Virgen, a su Madre Santísima, a su consuelo durante su paso por la tierra, le dice, señalando a Juan: «Mujer, ahí tienes a tu hijo…».

En este momento Jesús nos da a su Madre por Madre nuestra…

¡Qué dolor sentiría la Virgen al sentirse Madre en todo su ser, a través de Juan, de todos los hombres y, por lo tanto, de todos aquellos hijos que, en lo más horrible de la ingratitud, daban muerte a su Hijo divino…!

¡Oh instante terrible para el alma de la Virgen, que ve que su Hijo la deja en el más grande de los desamparos…!

Y, al unísono con Él, al ver que le pierde, recurre al Padre y se encuentra sola, porque su Hijo muere, y su Dios la ha desamparado ante «el momento del poder de las tinieblas», en el cual Ella vive unida con su Hijo en inmolación total de Corredención…

Y mirando a Juan, el Divino Redentor le dice: «He ahí a tu Madre…». Y en Juan, estando representados todos nosotros, nos hace hijos de María. Jesús está rubricando su testamento dándonos, como prueba de su amor, por Madre a su misma Madre.

En ese momento «el Solo» vuelve su mirada al Cielo para buscar la mirada complacida del Padre… Y ve que la Santidad Infinita, por representar Él el pecado, manifestándose como Justicia, se le vuelve en contra…

Y en un desgarro dolorosísimo de soledad cruenta, destrozado en el cuerpo, colgado entre el Cielo y la tierra, desamparado de las criaturas y del Padre, en un grito desgarrador de soledad terrible, «el Solo» clama: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado…?». ¡Si yo hago siempre lo que es de tu agrado…!: «Sacrificio y oblación no quisiste, pero me has dado un cuerpo… Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradan… ¡He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad!».

¡Oh soledad terrible del alma de Cristo! ¿No es posible que haya para Ti un consuelo, una mano amiga…?

Y anhelante, con la respiración entrecortada por la muerte próxima, expresa la sequedad de su alma sedienta: «¡Tengo sed…!».

Sí, Padre, sed de que te conozcan… «Y para que te conozcan Yo por ellos me santifico».

Y con la voz entrecortada, en el último hálito de vida que le queda, haciendo un supremo esfuerzo, descansa el Verbo Encarnado ante la voluntad del Padre cumplida sobre Él: «¡Todo está consumado…!».

Y volviéndose al Padre con su mirada cargada de amor infinito y nublada por la tenebrosa oscuridad de la muerte, exhala su último suspiro: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu…!».

En aquel momento tiembla la tierra, los sepulcros se abren, los muertos resucitan, y toda la creación protesta con voz de llanto desgarrador y doloroso ante la muerte injusta de su Creador…

La Virgen, San Juan, las santas mujeres, contemplan sobrecogidos aquel espectáculo en que la creación entera está, en un grito de dolor, quedándose en la oscuridad más tenebrosa, como protesta de la injusticia que los hombres hacen con su Dios…

El sol se oculta para no ser testigo de aquel crimen terrible que se está obrando con la Santidad por esencia…

«Se ha rasgado el velo del Templo…».

Jesús, ya tu alma en este mismo instante se encuentra frente a frente en el abrazo del Eterno Sol, en el gozo como infinito de los Ángeles, con el supremo y único Legislador de Cielo y tierra…

¡Ya Jesús no puede sufrir…! ¡Ya el Hombre se encuentra cara a cara en la luz de la Gloria, metido en la Familia Divina, con el seno paternal de Dios, abierto para todos sus hijos…!

¡Ya parece que todo es alegría y contento…!

Pero no… María, al pie de la cruz, siente un contraste terrible en su alma santísima. Por una parte, participando de la alegría de su Hijo, se siente feliz, unida al alma de Cristo; y por otra, Ella, como Madre de la Iglesia aún desterrada y en el país de las tinieblas, aguarda en nostalgia envuelta en su soledad; siendo María, como prolongación de su Hijo, ahora más que nunca, la Sola.

La Virgen está esperando que descuelguen el cuerpo de su Hijo para depositar en él un beso de Madre que, en silencio, repercuta en el alma ya gloriosa de su Hijo.

 

Y «la Sola», después de haber sepultado con aquellos santos varones el cuerpo de Jesús, vuelve solitaria, con su tragedia terrible de soledad inabarcable, por aquellos mismos caminos por los cuales «el Solo» había caminado a celebrar, como Sumo Sacerdote, su cruenta Misa, para gloria de Dios y santificación de los hombres.

Ahora sí que comprendería María, casi en toda su profundidad, la soledad de su Hijo, de Aquel que, sintiéndose el Padre de todas las almas, era «el Solo…».

También Ella ahora, siendo Madre de todos los hombres, a imitación de su Hijo, es «la Sola».

La Virgen es la más maravillosa manifestación del alma de Cristo, y se encuentra sola porque su Hijo divino ha muerto y los demás hijos no la comprenden…

¡María…, Corredentora…, expresión viva de Cristo y, por lo tanto, de la Paternidad de Dios…!

Yo quiero poner hoy en esta palabra, que, hecha vida, con la misma espada taladró el alma de Cristo y después la de la Virgen: «el solo», un consuelo amparador de hija, de amigo, de esposa y de virgen, que está dispuesta a pasar por esa misma soledad, para que todas las almas conozcan a Dios y sean consuelo de Cristo, de la Virgen Dolorosa y de la Iglesia desgarrada en la noche cerrada de su Getsemaní.

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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