Escrito de la

MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,

del día 31 de agosto de 1976, titulado:

LA EXCELSITUD EXCELSA DEL EXCELSO SER

Dios habita en las alturas, en la excelsitud excelsa de su excelso Ser, en el poder eterno de su infinita subsistencia, en la inmensidad inmensa del resplandor de sus soles, en la hondura penetrante de su sustancial sabiduría, en el recóndito profundo de su Sancta Sanctórum, en el abismal ocultamiento de su coeterna e infinita virginidad…

Dios se es «El que se Es», en la compañía trinitaria de su Familia gloriosa. Y «allí», en la altura de su excelsitud, está a distancia infinita de todo lo que no es Él, habitando en el esplendor de su gloria, cubierto y envuelto por los fulgores de su intocable santidad. «Al Rey de los siglos incorruptible, invisible, al único Dios, que sólo Él posee la inmortalidad, y que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver: a Él honor y poderío eterno. Amén».

Hoy mi espíritu, sobrepasado por el conocimiento de la excelsitud del Ser, quisiera prorrumpir en cánticos de inéditas melodías, explicando en deletreo amoroso aquella Alteza trascendente del que todo lo es en su infinitud de ser, del que todo lo puede, del que todo lo sabe, en el todo consustancial de su intercomunicación trinitaria en gozo de sabiduría amorosa. Pues desde el día 27 de agosto de 1976, en el cual, durante la oración, me sentí envuelta y penetrada por la luz aguda del que Es, ahondándome aún más en el misterio de su eterno seerse, se abrió en mí una gran necesidad de proclamar, de algún modo, lo que entendía del Excelso en la altura inconmensurable de su inmenso poderío.

Ese día, como otras muchas veces, impelida por Dios, empecé a llamarle en necesidad clamorosa de su encuentro. Me abrasaba en sed torturante del Dios vivo; en sed de penetrar el misterio, adentrándome en el recóndito sapiental de su pecho bendito. Y así, comencé a sentir que, poco a poco, me iba quedando ajena a todo lo de acá, en una dejadez que me sacaba de aquí para profundizarme «allí», en la excelsitud excelsa del Infinito Ser, en lejanía de todo cuanto no es Él. Mi corazón se encendió en las llamas del amor del Espíritu Santo y, bajo su impulso, expresaba en alto algo de lo que entendía en la trascendencia trascendente de la inmensidad inmensa de la altura del que Es… «Con vuestra alabanza ensalzad al Señor cuanto podáis, que siempre estará más alto; y al ensalzarle redoblad vuestras fuerzas, no os canséis, que nunca acabaréis».

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Era tan excelente el concierto armonioso que mi alma apercibía en el seerse del Ser, tan melódico, tan impetuoso, como miríadas y miríadas de citaristas en conciertos de perfección… Sus vibraciones eran tan candentes y los tecleares de sus notas tan divinos, que, arrullada por la brisa de aquella infinita Melodía, al prorrumpir yo en palabras, el sonido de mi voz me pareció tan tosco, tan rudo, tan desconcertante, tan estruendoso, tan desvibrante, ¡tanto, tanto…!, que, al oírlo, instintivamente rompí a llorar ante su contraste con la finura inexhaustiva del seerse del Ser, que, en infinita armonía, era apercibido por mi espíritu en cadencia sagrada. Y me quedaba en silencio para no sentirme herida en mi alma, afinada por la cercanía de aquella Suavidad infinita, en el enronquecimiento del sonido de mi voz…

Cada una de mis palabras era como un rugido estruendoso en la brisa arrulladora de una noche sellada por el silencio dentro de la espesura de un bosque, repleto de cadenciosa sonoridad.

Y, en la medida que mi espíritu era llevado «allí», a la alteza del Ser, este contraste se me iba haciendo cada vez más doloroso y taladrante; por lo que expresaba en voz muy bajita, para no oír el «rugido» de mi decir, cuanto, en la magnitud de la inconmensurable excelencia del Infinito Ser, estaba saboreando.

Cada palabra mía me hacía llorar de gozo y de dolor por el contraste que vivía entre la Melodía infinita que apercibía de la Eterna Conversación y el reteñir de mis palabras detonantes y enronquecidas.

El sonido de mi voz me parecía tan brutal y desconcertante, que surgió a mi mente una comparación, mediante la cual, pude expresar de alguna manera la finura que, en la magnitud excelsa del Infinito Ser, estaba apercibiendo: me sentí tan detonante como el rebuznar de un asno en un concierto sublime de melodiosas armonías. Ese pobre asno manifestaba del modo que podía, en la nota desconcertante de su rebuzno, cuanto estaba contemplando. Me sentí borriquito y gocé. Y este sentimiento fluía de mi corazón, no porque yo hubiera sido humillada, sino por la excelsitud excelsa de la inmensidad gloriosa del Dios vivo, que, penetrándome en su verdad, hacía entender algo de la alteza de su realidad a mi mente translimitada.

Así, ahondada en la suavidad infinita del Excelso Ser, gozaba…, sufría…, amaba…, respondía…, ¡adoraba…!; prorrumpiendo constantemente en sollozos silenciosos del corazón, al irme adentrando, ante la verdad verdadera de cuanto contemplaba, en un desprendimiento de todo lo de acá. Y, como colgada entre el Cielo y la tierra, sentía ímpetus constantes de correr, rompiendo las cadenas de esta cárcel, para lanzarme a la contemplación luminosa del Amador de mis llenuras, en la luz del claro Día y para siempre.

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Yo no buscaba ni morir ni vivir. Todo me daba igual. Sólo quería a Dios en el modo de su voluntad, con el estilo de su querer. Él era el centro de cuanto ansiaba, y comprendí que, al fin, la sed de mi entendimiento se saciaba en la necesidad que, desde hacía tiempo, en mi espíritu se venía abriendo de penetrar el Misterio. El Amor Infinito, al llevarme hacia Él, me saturaba, porque yo intuía, en el mirar de su candente sabiduría, la verdad de la excelsitud inmensa de su inconmensurable poderío; al mismo tiempo que, desde su alteza, penetraba en la pequeñez diminuta de todo cuanto no era Él. «Mirad, las naciones son gotas de un cubo y valen lo que el polvillo de balanza. Mirad, las islas pesan lo que un grano… En su presencia, las naciones todas como si no existieran, valen para Él nada y vacío. ¿A quién, pues, compararéis a Dios?».

Poseída por esta verdad, penetré que la humanidad de Cristo, a pesar de su inexhaustiva grandeza, de ser más rica, más perfecta, más sublime que toda la creación junta, repleta de hermosura y santidad, saturada de Divinidad por la posesión de su Persona divina sobre ella, siendo su Yo infinito y eterno; era criatura que, desde su pequeñez, ¡adoraba la magnitud del Creador…! Comprendiendo también que, entre la humanidad de Cristo y toda la creación, incluyendo mi propia alma, existía sólo distancia de criatura a criatura, a pesar de que esa distancia era casi infinita; mientras que entre la humanidad de Cristo y la excelencia de la excelsitud del Ser había distancia infinita por infinitud eterna de distancias de ser y de perfección…

Mi espíritu adoraba junto a Jesús, la criatura más inmensa de la creación, en su humanidad. Al lado de ésta yo era tan diminuta como una pajita junto a la grandeza del Sol. Pero entre este Sol repleto de perfecciones, y la pajita tan distinta y distante, contenidos los dos en el círculo limitado de la creación, sólo existía distancia de perfección creada; mientras que entre este Sol y el Sol eterno, refulgente de infinitos resplandores de santidad en la grandeza de su magnitud, el cual es contemplado por toda criatura en postura adorante de rendición amorosa, ¡había distancia infinita y eterna! «Cuando todo quede sometido a Cristo, entonces también Él, el Hijo quedará sometido a Aquel que le ha sometido todas las cosas, para que Dios sea todo en todos».

Seguidamente contemplé a María, a la que hacía unos días había visto totalmente poseída por Dios, más hermosa que la luna, más centelleante que la luz del mediodía en el resplandor de su claridad. ¡Y, con la humanidad de Cristo, la penetré postrada ante la magnitud infinita del Creador, adorado por las criaturas!

Y llena de luz, de gozo y de sorprendente estremecimiento, yo repetía y repetía… una y otra vez: Entre la humanidad de Cristo y mi ser hay distancia creada de perfección; pero entre la humanidad de Cristo, que es la criatura más grande de toda la creación, teniendo en sí contenidas misteriosamente todas las riquezas de la misma creación, y el Ser coeterno, ¡hay distancia infinita en infinitud de distancias infinitas de ser, por la inconmensurable alteza de la magnitud del Increado…!

Y ¡oh sorpresa…! Después de entender toda esta verdad, empecé a profundizar de una manera nueva y agudísima cómo no era posible a criatura alguna acercarse a la excelencia del Ser por la sublimidad de su grandeza. Dios es el Intangible, al cual nadie, por sí, es capaz de llegar, si no es introducido por la misma mano poderosa del Omnipotente.

Y llena de pavor, en una nueva sorpresa, entendí, como en el año 1959, lo que era oponerse a la voluntad de Dios: la monstruosidad monstruosa del pecado, que, por la santidad trascendente del que se Es, no podía ser reparado por criatura alguna.

¡Cómo apareció entonces ante mi mirada espiritual la magnitud indecible de la grandeza de Cristo…! Tanto, que desde la pequeñez de su ser de hombre, por la unión de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la persona del Verbo, había sido levantado hasta la excelsitud del Ser de modo tan trascendentalmente inimaginable, que, siendo criatura, era el Hijo de Dios sentado a la diestra del Padre en el abrazo coeterno del Espíritu Santo.

Vi a Cristo tan grande que, en mi sorpresa, casi ni a mirarle me atrevía; ya que en la grandeza de su realidad era capaz, por el compendio del misterio de la Encarnación, de dar gloria a Dios en la excelsitud excelsa de su excelso ser, como la santidad inconmensurable del que se Es se merece. Y repetía llena de amor, agradecimiento y anonadación: «¡Pero si Dios sólo se merece a sí mismo…!» Y ese «a sí mismo» que Él se merece, era el Cristo que, en sacerdocio pleno, por la unión hipostática, era tan Dios como hombre, tan criatura como Creador, tan Adorador como Adorado, tan Divino como humano…

Ante toda esta luz que iba penetrando las cavernas de mi espíritu, llorando en silencio, encendida en amor del Coeterno, trascendida por cuanto contemplaba y excedida por el Infinito, ¡adoraba…!; hablando bajito para no profanar, con el recrujir de mi «rugido», aquel concierto de perfecciones que estaba saboreando en el silencio sagrado de la Eterna Verdad. ¡Qué bien comprendí aquellas frases de Jesús a Pilato: «Yo he venido para dar testimonio de la verdad…!». Pues penetraba que lo que yo estaba contemplando, desde la diminuta pequeñez de mi casi no ser, era la verdad de la excelsitud excelsa del Infinito Ser ante la pequeñez de la criatura; y la grandeza inefable de Cristo, siendo capaz, como hombre, de dar a Dios la gloria que infinitamente se merece.

¡Cuánto amé a mi Cristo bendito, en el cual yo así, apoyada en su pecho, descanso…! ¡Qué grande contemplé al Jesús del sagrario, abarcador de todos los tiempos, contensor de todas las grandezas y todos los penares, Redentor y Reconciliador, siéndose Glorificador y Glorificado por sí mismo, por el milagro sorprendente de unión que en Él el Excelso había hecho entre la criatura y el Creador!

En el descubrimiento de todas estas verdades estuve prácticamente toda la mañana en profundos e inéditos contrastes: Miraba a Dios en la alteza de su inmensidad, a distancia infinita de todo lo que es creado; a Cristo como hombre y como Dios; a María cerca de Él; y a la pajita junto al Sol y la Luna, bajo el estrado de sus pies que, con su enronquecida voz llorosa, expresaba, encendida en la brisa del amor del Espíritu Santo, lo que en el pensamiento de la Eterna Sabiduría estaba comprendiendo.

Iluminada por esta misma verdad, amé a la Iglesia, el Cristo Grande de todos los tiempos; lo entendí en la perpetuación del misterio del Amor Infinito muriendo de amor como manifestación cruenta en expresión de su grandeza y en manifestación cruenta también de la maldad de nuestra bajeza…

Era la Iglesia Santa de Dios, Cristo Grande, Cabeza y miembros, la que seguía en ignominiosa persecución, tirada en tierra en Getsemaní, siendo azotada, escupida, coronada de espinas, «gusano y no hombre», «sin figura humana», «el desecho de la plebe y la mofa de cuantos le rodean…»; Sacerdote Grande que, en la plenitud de su Sacerdocio, está entre Dios y los hombres; siendo manifestación viva en verdad clara de la luz del Sol, nublada en la crucifixión de Cristo, al retemblar la tierra, por el sacrilegio del hombre, que se atrevió, en su desconcertante malicia, a intentar destruir a Dios matándole.

¡Qué hermosa comprendí a la Iglesia, a mi Cristo Grande, en la inmensa abarcación de su universalidad…!

Eran tantas las luces en un solo día, ¡tantas…!, que me sentía como arrebatar el alma del cuerpo. La cual, en lanzamiento amoroso, adoraba a Dios con Cristo, amaba a Cristo como Sumo y Eterno Sacerdote, capaz por sí de coger al hombre y levantarlo a la excelsitud excelsa del Infinito Creador, y capaz de abajar a Dios hasta la pobreza de la criatura. «Dios nuestro salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad. Porque Dios es uno sólo, y uno sólo es el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús que se dio a sí mismo como rescate por todos».

Amé a mi Iglesia Santa, y me experimenté nuevamente besada, querida y mecida por el mar inmenso del Infinito Ser. Unas veces con la brisa de su caricia y otras con el fragor de sus olas, me llevaba y traía con voz impetuosa de inédita conversación, arrullada por su infinita voluntad. Me sentía tan feliz en el océano de mi Amador Eterno, que sin miedo ante el esplendor de su gloria, le miraba, escuchando tiernas, dulces e inéditas palabras de amor… Yo era su «pajita», sin más deseo que glorificarle, dejándome llevar y traer por el impulso sabroso de su infinito querer…

Supe a Dios en su Sol; y, al mirarle, contemplé su hermosura que encendió mis ternuras por Él. Le miré, me miró… y, en su pecho, le amé levantada a la alteza de su inmenso poder.

Y hoy pregunto, sin saber cómo fue: ¿Hasta dónde me alzaste…? ¡No lo sé…!

Y barrunto en mi hondura, en palabras candentes de amor: «No te mires; Yo te llevo hasta mí cuando quiero, y te vuelvo a dejar, si me place, en el suelo… No te mires, mírame; Yo tan sólo, en la eterna excelencia de mi excelso poder, soy tu Todo».

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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