Escrito de
la MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,
del día 29 de octubre de 1959, titulado:
JESÚS
¡Qué riqueza encierra en sí la realidad trascendente de Cristo…! Él es el Sumo y Eterno Sacerdote por tener en sí toda la realidad infinita y toda la realidad creada. Él es la unión de Dios con el hombre, porque, en Él, Dios se nos da en la comunicación infinita de su intimidad familiar; y porque, en Él, todos los hombres entramos a tomar parte en la misma vida de Dios.
«Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres».
¡Misterio trascendente el de la Encarnación por el cual Dios es Hombre y el Hombre es Dios…! «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros».
Jesús es en sí la perfección infinita y creada, en la unión hipostática de su naturaleza divina con su naturaleza humana, y por eso sufre y goza como nadie en su caminar por la tierra.
Su misión es darnos a conocer el gozo eterno que está en la vida del Padre, del Espíritu Santo y de Él mismo. «“El que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva”. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él».
Y sufre y se queja porque no solamente no conocen al Padre, sino también porque ni siquiera le conocen a Él, que se hizo hombre para que mejor le conociéramos; y con el alma desgarrada por el dolor y la incomprensión de los hombres, dice: ¡Ni te conocen a Ti, Padre, ni a Jesucristo, tu enviado!.
Jesús fue hecho por el Espíritu Santo para traernos la vida divina y abrasarnos en su mismo fuego. ¡Y después de veinte siglos estamos los cristianos de hoy, como los de ayer, sin recibir al Padre como Él desea!
Entremos ahora en el primer instante de ser concebido Cristo.
En ese mismo instante el alma de Jesús contempla cara a cara la Divinidad. «A Dios nadie le vio jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre, Él nos lo manifestó».
«Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, y nadie conoce bien al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar».
«Porque en Cristo están encerrados todos los tesoros de la ciencia y sabiduría de Dios y en Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente».
¡Qué momento eterno de gozo, de alegría, de amor, de anonadamiento, de agradecimiento…, al verse Él el escogido, el ungido, el predestinado, el Hijo amado del Padre…!
¡Toda su alma gozando, abrasada en el ímpetu de la corriente divina, contemplando con el Padre su ser eterno, cantando con su misma Persona, con el Verbo, y abrasándose con el mismo fuego del Espíritu Santo; participando de la Divinidad en una transformación como ninguna criatura; participando de la Trinidad de Personas y de la Unidad de Ser, en cada uno de sus matices y perfecciones, en un grado casi infinito…!
Alma de Cristo, ¡qué contenta…!, ¡qué gozosa…!, ¡qué alegre…! Toda tú eres un júbilo de amor, gozando del contento infinito del Dios Altísimo. Alma de Jesús, esposa del Verbo Infinito…, ¡el descanso de Dios al mirar al hombre…!
¡Ya el Padre puede mirar a la tierra a través de su Verbo hecho Hombre!
¿Qué sería para Jesús, el Santo, el ver que Él era el Verbo Encarnado? ¡Qué júbilo en el alma de Cristo…! ¡Parece que no tiene tiempo más que para gozar! ¡Está como loco de amor divino!
Y en ese mismo instante de la Encarnación, cae sobre su alma de Redentor la carga innumerable de todos los pecados de los hombres.
En ese mismo momento, y precisamente por la luz de la visión de Dios, comprende y penetra hasta lo más profundo la malicia terrible, espantosa y espeluznante del pecado. Y ve que ese mismo Dios Santo es ofendido por sus criaturas, que se han rebelado contra El que se Es y se manifiesta como voluntad de santidad contra el pecado.
«Por lo cual, entrando en este mundo dice: No quisiste sacrificios ni holocaustos, pero me has preparado un cuerpo. Los sacrificios y holocaustos por el pecado, no los recibiste. Entonces yo dije: “Heme aquí que vengo –en el volumen del Libro está escrito de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad”…; y en virtud de esta voluntad somos nosotros santificados, por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez».
¡Terrible dolor el de Jesús en el mismo instante de la Encarnación, en el cual contempla cara a cara la Divinidad y sabe lo que es la santidad de Dios…!
Estaba todo gozoso en la contemplación del Dios glorioso, del Dios Altísimo, y su ser se ha nublado tan hondamente como hondo es el conocimiento que tiene de Dios, hundiéndose en una profunda tristeza. El conocimiento de la excelencia de Dios fue la condición de su inmolación, porque a mayor luz, más grande dolor, al ser Él el encargado de darnos esa misma Luz, y no ser recibido.
Y al caer sobre Él la carga innumerable de todos los pecados de todos los tiempos, se vuelve al Padre y, en función de su Sacerdocio, responde en nombre de toda la humanidad ante la santidad infinita de Dios. «Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero».
Por lo que, por una parte, Él vive una plenitud de vida y felicidad en la comunicación íntima y cariñosa de las divinas Personas. Contempla con el Padre toda su infinita perfección, la expresa, en unión total y absoluta con su infinita Persona, y se abrasa en el amor saboreable del Espíritu Santo. ¡Qué vida de júbilo, de llenura, de posesión, de comunicación dentro de las divinas Personas!
Y todo Él es recepción de la infinita donación de Dios al hombre. Toda su alma está abierta al ímpetu amoroso del Espíritu Santo, que, por Él y a través suya, quiere comunicarse, en fuego avasallador y en ímpetu sabroso, a todos los hombres.
Por otra parte, Él es la Palabra Infinita en su Persona divina, que, al unirse con su misma humanidad, la ha hecho tan palabra, que toda la humanidad de Cristo ya sólo palabra puede ser para expresar, en un romance de amor, toda la vida divina a los hombres.
«En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros Padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su Majestad en las alturas».
Por lo que el alma de Cristo es toda abertura y respuesta frente a Dios, que, en la misma medida que le recibe, le responde.
En ese mismo instante de su recepción frente a Dios, repleto con la participación del Infinito, se vuelve hacia nosotros, continuando su misión en la tierra –al ser la Palabra del Padre– de comunicarnos todo el tesoro de nuestro Padre Dios.
Y en el mismo instante que se vuelve a nosotros, recibe el «no» escalofriante de la humanidad, que nuevamente en Él le dice a Dios que «no»:
«La Luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron».
¡Instante tremendo de dolor y de tragedia para la Palabra Infinita Encarnada que, en un romance de amor, de sabiduría, de plenitud, dicha y felicidad, nos está diciendo su vida en la manifestación de amor más incomprensible, más amorosa: la Encarnación, que hace que Dios sea Hombre para que, diciendo su vida a los hombres e incorporándolos a sí, les haga Dios por participación!
En el momento de la Encarnación, Cristo, cargando con todos los pecados de todos los hombres, se vuelve al Padre y se ofrece en victimación de respuesta amorosa por todos nosotros. Quedando en postura sacerdotal y en función del ejercicio de su Sacerdocio, que le hace ser el que recibe la vida divina; el que responde al Amor Infinito; el que, en la llenura de su plenitud, se vuelve para saturarnos a todos de Divinidad; y el que, al no ser recibido, se retorna al Padre, en respuesta de retornación y sacrificio, para expiar en sí, y así purificar al hombre del «no» escalofriante que nuevamente ha repetido a la santidad infinita de Dios.
¡Ya Dios tiene en la tierra un Hombre que, siendo Hombre, es Dios, y que le responde eterna e infinitamente como Él se merece, en nombre y en respuesta de toda la creación! ¡Y ya el hombre tiene en la tierra a Dios que, a pesar de ser Dios, es Hombre, y que, al hacerse uno de ellos, tiene una capacidad tan trascendente, que es capaz de recopilar en sí a todos los hombres, y, volviéndose ante Dios, reparar por todos ellos como responsable de toda la humanidad!
Jesús, como hermano mayor que contemplaba siempre la Alegría eterna, tenía una nube tan grande de tristeza, al verse el Primogénito y fiador de todos sus hermanos, que ni amaban a Dios ni le buscaban, como Él mismo dice: «¡Me dejaron a mí, que soy Fuente de aguas vivas, y se cavaron cisternas, cisternas rotas!».
Jesús ha venido para darnos el secreto amoroso de nuestra Familia Divina, y se encuentra con la dureza e incomprensión de la inmensa mayoría de los hombres que, mirándolo todo al modo humano, no solamente no han conocido a Dios, sino que tampoco conocen a Jesucristo, su enviado, siendo Él, en cada instante de su vida, víctima de ese desconocimiento.
La misión de Cristo es darnos a participar de la vida que el Padre, abrasado en el Espíritu Santo, le comunicó, para que la depositara en el seno de la Iglesia y ésta, con corazón de Madre, nos la diese durante todos los tiempos:
«Y no hay salvación en ningún otro. Pues no se nos ha dado a los hombres otro nombre bajo el cielo con el que podamos salvarnos». Lavando la mancha de nuestros pecados con su misma sangre, hizo lo máximo que pudo hacer por nosotros, sus hermanos. ¡Y aún seguimos sin recibirle!: «Felipe, ¡tanto tiempo que estoy con vosotros y aún no me habéis conocido…!».
Qué soledad, qué incomprensión, qué tristeza la del alma de Cristo, que quisiera mostrarnos al Padre, que nos grita en toda su vida, con todos sus milagros, en todas sus obras, miradas, palabras, acciones: ¡Dios…!, ¡Santidad…! y ¡entrega del Dios bueno…!
¡Qué sería para Cristo, después de treinta y tres años de su vida mortal, ver que seguíamos, la mayor parte, sin recibir a Dios…! ¡Y cómo se le desgarraría el alma, en sus horas largas de oración, a Él, que era el Cristo, el Ungido, hecho para ofrecerse y para ser inmolado…! ¡Qué sentiría Jesús, al ver y vivir todos los tiempos, todos los pecados de todos los hombres, y cómo, después de veinte siglos, sabiendo lo que Dios se merecía, y lo terrible de su incesante inmolación y sacrificio, seguía sin ser recibido…!
¡Qué dolor para el alma de Cristo, que vivió en cada momento de su vida siendo el Receptor del Amor Infinito y viviendo la tragedia de toda la humanidad durante todos los tiempos…! Ya que Cristo vivió hondamente cada uno de los momentos de todos los hombres, pasados en amor o en dolor, en entrega o en olvido; siendo para Él su vivir, no sólo su propia vida, sino también la vida de todos nosotros en cada uno de nuestros momentos.
El alma de Jesús, expresión cantora del serse del Ser, casi en infinitud y en expresión perfecta, dice, según su capacidad, el infinito ser de Dios, de tal forma que, para Jesús, no hubo nada oculto de todos los siglos pasados o futuros.
Los treinta y tres años del Divino Maestro fueron vividos, en cada instante de su vida, en la máxima intensidad de amor y dolor, de lo que su alma estuvo llena y repleta en todos los momentos de su existencia.
Jesús vivía su momento presente en tal intensidad, que, en cada momento de su vida, estaba padeciendo en su alma, pasando y sufriendo todo lo que, durante treinta y tres años, pasó por su ser de hombre.
Nosotros vivimos nuestro momento presente que, con más o menos intensidad, pasa para no volver más. Pero no fue así en Jesús que, como lo veía todo, cada momento de su vida mortal fue, no solamente el momento presente de sus treinta y tres años, sino que, en ese momento o instante de su vida, estaba viviendo también todos los momentos de todos los hombres y de todos los tiempos.
Quitemos la criatura del tiempo y el espacio: Cristo vive con nosotros, y nosotros quedamos misteriosamente unidos con Él sin distancias de tiempo y lugar; viviendo con Él en su tiempo –como Él vivió entonces el nuestro– el misterio trascendente de su vida, muerte y resurrección.
Quitemos de nuestra mente el fantasma del tiempo, que para la realidad del alma de Cristo, compendio apretado de toda la creación y abarcador de toda ella, pasa como a no ser; y por la inmensidad de su grandeza, es capaz de vivir, en cada uno de los momentos de su vida, la vida de todos y cada uno de los hombres.
Jesús vivió durante sus treinta y tres años, en cada momento, toda su pasión cruenta, con todos sus dolores, agonías y tristezas. «Con un bautismo de sangre tengo que ser bautizado y mi alma está en prensa hasta que no lo vea cumplido».
«Mirad, subimos a Jerusalén y se cumplirán todas las cosas, escritas por los Profetas, del Hijo del Hombre, que será entregado a los gentiles, y escarnecido, e insultado, y escupido, y después de haberle azotado, le quitarán la vida, y al tercer día resucitará. Pero ellos no entendían nada de esto, eran cosas ininteligibles para ellos, no entendían lo que les decía».
«“En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará”. Se miraban los discípulos unos a otros, sin saber de quién hablaba».
«Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche, porque escrito está: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas de la manada”. Pero después de resucitado os precederé a Galilea».
Todos los momentos de su vida, desde el pesebre hasta el consummátum est, fueron vividos por Él en un solo momento presente.
Pero no queda ahí, sino que, en ese mismo momento presente, Jesús sufrió: toda la tragedia terrible de su Iglesia, con todas las herejías, cismas, con todo el desgarro de ésta; el martirio y persecución de cada uno de sus mártires; los abandonos, sequedades y desamparos de todas las almas; la muerte de todos los Santos; las ofensas de todos los pecadores; las traiciones de todos sus amigos e hijos… ¡Y esto, no de un tiempo, sino de todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta el fin del mundo!
¡Pobrecito Jesús…! La pasión cruenta de nuestro Cristo, de nuestro Dios Encarnado, fue una manifestación externa que expresaba un poco la tragedia espantosa de cada momento de los treinta y tres años de su existencia terrena.
No es que los treinta y tres años de Jesús fueran un momento presente, y que Él, durante toda su vida, fuera por partes viendo todos los tiempos y sufriendo por todos ellos, no; sino que Jesús, como vivió en el tiempo, vivió durante sus treinta y tres años innumerables momentos, durante todos los cuales Él vio y padeció todos los tiempos.
Y si se le hubiera preguntado:
—Jesús, ¿qué estás viviendo en este momento presente de tu vida mortal?
Él hubiera contestado:
—Mi momento presente es toda la tragedia espantosa de toda mi vida y de todos los tiempos. Yo estoy sufriendo en mi alma, en este momento presente: la ingratitud de todos los tiempos y de todos los hombres para con Dios; y estoy viviendo también en mi alma todos los amores y las entregas de amor puro de las almas fieles; y estoy sufriendo todas esas infidelidades y gozando con todos esos amores. Y no como una cosa en bloque, no; sino que cada latido de cada alma, y cada momento suyo vivido en amor o en desamor, en entrega o en olvido, es para mí mi momento presente.
«Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. Natanael le contesta: “¿De qué me conoces?” Jesús le responde: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”. Natanael respondió: “Rabí, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel”».
« … Sabía Jesús desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que había de entregarle».
«En verdad en verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces».
Jesús ha visto y ha vivido todos los instantes de nuestra vida pasados en amor o en desamor, siendo para Él su vivir constante. «En Jerusalén creyeron muchos… Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie diese testimonio del hombre, pues Él conocía lo que en el hombre hay».
Así que, ese momento presente que a nosotros se nos hace a veces tan insoportable, y que estamos deseando que pase y que, una vez pasado no vuelva más, en Jesús fue su momento presente de treinta y tres años; de modo que Él vivió todas mis sequedades, tristezas y mis entregas de amor puro.
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré».
En el alma de Jesús fueron vividos todos mis sufrimientos y alegrías, amores y defecciones, siendo yo siempre para Él descanso y dolor. Y esto, no a ratos, ni que lo pasó una vez en su vida por cada uno; sino que Jesús vivió, en cada momento, todo lo de todas las almas, en toda su vida y en cada momento presente de ella. Así que toda mi vida la tuvo Él siempre presente, desde la Encarnación hasta el Calvario; y no sólo mi vida, sino la de todos los hombres.
Jesús no tuvo más momento presente en su vida mortal que un momento. No es que fuera su vida un momento presente, no; sino que la vida de Jesús era, en cada momento, el momento terrible de la tragedia de todos los tiempos de la vida de toda la Iglesia; viviendo Jesús en cada uno de los instantes de su vida, como Cabeza de su Iglesia, toda la vida de la Iglesia en todos sus tiempos con su realidad terrible de riqueza, misión –como prolongación de Él– y tragedia al no ser recibida; realidad viva que Cristo prolongará en el seno de esta Santa Madre durante todos los tiempos.
«Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que Yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán; si guardan mi palabra, también guardarán la vuestra».
«Esto os he dicho para que no os escandalicéis. Os echarán de la sinagoga, pues llega la hora en que todo el que os quite la vida pensará prestar un servicio a Dios. Y esto lo harán porque no conocieron al Padre ni a mí. Pero Yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que Yo os las he dicho; esto no os lo dije desde el principio porque estaba con vosotros».
¡Oh vivir profundo del alma de Cristo…! Y por si era poca intensidad de vida para el alma maravillosa e incomprensible de nuestro Cristo, también tenía en ese momento presente la contemplación cara a cara de la Divinidad, contemplación que le hacía vivir en cada instante un momento presente de gloria.
¡Así que en el alma de Cristo se daba, en un momento presente, el infierno y el Cielo, todos los amores de todos los tiempos, y todas las tristezas y desamores de todos los siglos!
¡Qué riqueza encierra en sí Jesús…! Parece que la mente se rompe ante la perfección de su naturaleza creada, que fue capaz de vivir, en una intensidad tan trascendente y en un mismo instante, todo el gozo que le proporcionaba la comunicación familiar que vivía con las divinas Personas, y por otra parte, el dolor del desamor de los hombres, que Él representaba ante Dios.
¿Cómo podremos nosotros comprender el amor de Dios que tan incomprensiblemente, para nuestra mente humana, nos ama…? ¡De cuántas maneras…! ¡En cuánta intensidad…! Para que no dudemos nunca del Amor infinito que, al amarnos, no se perdonó nada por nosotros.
«El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?».
¿Cómo podría Cristo, el Unigénito Hijo del único Dios verdadero, que vino a dar su vida en rescate por todos, para que por Él encontráramos la liberación y la salvación como hijos de Dios en el Hijo, Dios y Hombre que Él era en sí, por sí y para sí por su divinidad y por su humanidad; a un mismo tiempo, contener en sí todo el ímpetu infinito de la Divinidad que lo impulsaba irresistiblemente a comunicarse a los hombres, y todo el ímpetu escalofriante, en fuerza de rechazo, de la humanidad que le dice que «no»…? ¡Y Él en medio, como prensado, entre la donación de Dios y el rechazo de los hombres!
Todo el vivir de Cristo en sus treinta y tres años fue una expresión amorosa de la vivencia y tragedia que tenía en su alma en deseos incontenibles de comunicarse.
Y por eso la Eucaristía, la crucifixión y la muerte de Cristo con su resurrección gloriosa son la expresión deletreada del amor de Dios al hombre, que, llegando en su necesidad incontenible hasta el extremo, ardiendo en deseos, como Palabra Infinita, de expresarnos y comunicarnos su misión, todo su ser de hombre reventó en sangre por todos sus poros en Getsemaní; explicándonos por todo su ser hasta dónde y cómo ama Dios cuando ama, y hasta dónde y cómo es capaz de expresarse el Amor Infinito cuando habla.
Así se te ha dado Dios en su amor infinito, a través de Cristo, en romance de amor.
¿Qué hará tu amor ante la Donación infinita que se hizo palabra para que tú le recibieras, le escucharas y fueras capaz de amarle y vivirle?
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia
Tema extraído del opúsculo nº 3 de la Colección: “Luz en la noche. El misterio de la fe dado en sabiduría amorosa”.
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