Escrito de la
MADRE TRINIDAD DE LA SANTA MADRE IGLESIA,
del día 28 de septiembre de 1972, titulado:

EL CAMINO DE LA VIDA
¡No hay compasión para mi pecho herido!
Risas…, carcajadas…, desprecios e incomprensiones escucho en torno mío, mientras mi espíritu, agotado de tanto padecer, se siente desplomado por el peso avasallador de la petición de Dios, que se hace dentro de mí torrente de inagotables manantiales.
Silencios de muerte y respuestas de burla, de indiferencia y de contradicción, hacen caer a mi alma, desvanecida por su propio peso, en la aniquilación en que el aparente fracaso de su misión no recibida la pone.
¡No quiero expresar con frases que no dicen lo que tengo, no quiero decir nuevamente, de la manera que no es, lo que oprimo en el espíritu…! ¡No quiero ser profanada, incluso por mí…! ¡No quiero, porque no puedo más…!
[…] En cuánta violencia se consume mi ser y mi sed y mis ansias y mis apetencias y mis clamores y mis nostalgias y mis peticiones y mis melancolías y mis esperas… […]
¡Qué soledad en el país de la vida…! ¡Qué silencio a mi alrededor…! ¡Qué carcajadas más burlonas de incomprensión y menosprecio…!
¡Qué misterio ante el descubrimiento majestuoso que la luz de la fe, llena de esperanza y caridad, recibida en el Bautismo por la vida de la gracia, abre a mi corazón acongojado…! ¡Qué deslumbramiento de verdad, de plenitud y de vida…! ¡Qué comunicación de amor y de derramamiento…! ¡Qué impulsos de esperanza en lanzamiento veloz hacia el encuentro del más allá…!
Estoy cansada de luchar; estoy agotada, me siento desfallecer… Se me acaban las fuerzas y me hundo en la agonía de mi soledad… Estoy acompañada y me siento sola en el país de la vida, porque busco anchurosidades de corazones sedientos, multitudes con ansias inmensas en esperas del Amor, y mi sed de almas se consume en la nostalgia clamorosa de la innumerable descendencia que me prometió el Señor, con clamores de muerte.
¡Cuánta mirada sobrenatural necesito…! ¡Qué fuerte ha de ser mi espíritu de fe…! ¡Qué inmensa la confianza de mi corazón…! Me muero en la pena de no encontrar resonancia en el eco de mi canción.
[…] Yo conozco a Dios, entiendo sus misterios, penetro en su pensamiento, descubro su plan, sé su modo de ser y de obrar, y me siento abrumada por el desconcierto y la desolación que, en pavores de tiniebla, envuelven a la Iglesia…
No sé si me explico, ni casi lo intento. Hoy todo me da igual. Vivo en el silencio de mi corazón la apretura de mi espíritu acongojado.
Escucho en la lejanía carcajadas burlonas de desprecio y de incomprensión que se mofan de la Nueva Sión… Intuyo corazones soberbios, mentes oscurecidas, pensamientos ofuscados, pasos temblorosos, cobardía y respeto humano; apercibo concupiscencia, humanismo y desconcierto…; y traiciones asolapadas, que, por treinta monedas, con un beso entregan al Hijo del Hombre, como Judas, «al que más le valdría no haber nacido».
Pero, ¿qué importa lo que yo aperciba, si el «Eco de la Iglesia» con ella se ha hundido en el silencio y, lloroso, rompe, sin fuerzas, en lamentaciones proféticas que son congojas en las apreturas de su corazón…?
¡¿Qué importa que la Iglesia con su «Eco» esté desplomada, llena de cicatrices y enronquecida en la canción infinita del Verbo que por ella deletrea a los hombres en tiernos, dulces y amorosos coloquios de amor sus eternas perfecciones, o esté aprisionando el afluente inagotable de las Fuentes de sus infinitos y coeternos Manantiales…?!
¡¿Qué importa para los que no han descubierto los pensamientos luminosos de Dios…?! ¡¿Qué importa que la Iglesia envuelva su llanto entre sollozos, si los que no son Iglesia, con una furiosa y sarcástica carcajada ante un triunfo aparente que hoy es y mañana se hundirá en el fracaso espeluznante de la muerte y desesperación, andan presurosos en el quehacer funesto de su destrucción…?!
¡¿Qué importa que los Apóstoles estén dormidos, si uno de ellos, Judas, está bien despierto; ya que «los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz»…?!
Miro atemorizada, buscando aunque sólo sea una mano amiga que me brinde su amparo, su compasión y su apoyo, y descubro en la lejanía una carcajada burlona, respuesta angustiosa a mi torturante petición…
Estoy cansada…, desalentada… Busco y no encuentro, y el eco de mi sollozar se pierde en el silencio de la incomprensión inmolante de mi incruento peregrinar.
¿Qué importa que el «Eco de la Iglesia» llore, si en la peregrinación de la vida todos tienen tanto que hacer que no hay lugar para escuchar el lamento, lleno de peticiones de Dios con clamores eternos, puesto en mi pecho dolorido…?

«Soledad que aterra,
voces del Inmenso,
secretos profundos
que guardo en silencio…
Soledad que aterra
en quejidos quedos
dentro de la hondura
que oprime el secreto…
Soledad que aterra
por su desconcierto,
contemplando al alma
llorando en su duelo…
Soledad que aterra
envuelve mi vuelo,
con incomprensión
que taladra el pecho.
Soledad que aterra
ahogada en lamento,
que, sin decir nada,
es noche de invierno…
Soledad que aterra,
profundo silencio
con respuesta muda
a cuanto deseo…
Soledad que aterra,
en dichos sin eco,
ya que, cuanto digo,
aumenta el tormento…
Soledad que aterra,
destierro desierto,
con voces que invitan
a volar al Cielo…
Soledad que aterra,
gemidos secretos,
torturantes penas
que sella el misterio…
Soledad que aterra,
con recrujimientos
de agonías lentas
e hirientes lamentos…
Soledad que aterra,
¡da paso a mi vuelo!».
18-4-1975
Hoy mi ser está hundido, y marcha como perdido, desplomado y despavorido, por el camino presuroso del encuentro del Padre…
Sí…, ¡¡el camino…!! Mi alma ha sorprendido, en un momento, con la rapidez de un rayo, penetrada por la luz del pensamiento divino, un camino que cruzaba ante mí: ¡El camino que conduce a todos los hombres al término dichoso de la luz, de la paz y del amor…!
Un camino anchuroso ha contemplado mi mirada espiritual, preparado por Dios para todos sus hijos, para que todos pasemos por él en nuestro peregrinar y lleguemos al término dichoso de la Luz… Un camino anchuroso por el que todos corremos: ¡el camino de la vida!, ¡el camino de la Nueva Jerusalén, a través del desierto para llegar a la Tierra Prometida…!
¡Qué bien lo comprendo…!, ¡qué bien…! ¡Qué claro y qué penetrante es hoy para mi espíritu acongojado la verdad sabrosísima, y a un mismo tiempo dolorosa, del descubrimiento del camino que nos lleva al encuentro amoroso e infinito de nuestro Padre Dios…!
El destierro es el camino que nos conduce a la Eternidad. Dios, en su plan eterno, nos creó para Él, ¡sólo y exclusivamente para Él!; para que, poseyéndole, entráramos en su vida, viviéramos de su felicidad en la posesión de su gozo infinito, en la participación dichosísima de su plenitud. Y, con cariño y ternura de Padre, nos puso en el camino de la vida, por donde todos, sin interrupción, iríamos a Él.
En el término glorioso y triunfante de este peregrinar por el camino que nos lleva al encuentro de la posesión de Dios, están los Portones suntuosos y anchurosos de la Eternidad, abiertos para introducir por ellos a todos los hijos de Dios que lleguen marcados en sus frentes con el nombre de Dios y el sello del Cordero… Y en esos Portones de la Jerusalén celestial y eterna nos aguarda el Amor Infinito, en espera de la llegada presurosa de todos nosotros para introducirnos en la fiesta de las Bodas eternas.
Este es el sentido real del camino de la vida que Dios determinó para todos y cada uno de nosotros; pero el pecado, la rebelión, el «no te serviré» de nuestros primeros Padres en el Paraíso terrenal, se interpuso y abrió una «brecha» en el término de nuestro peregrinar, entre el Cielo y la tierra, entre la criatura y el Creador, entre la vida y la muerte; donde está el Abismo, consecuencia espeluznante del «no te serviré» de Luzbel. Un Abismo tan insondable, tan profundo, tan infranqueable entre la tierra y el Cielo, que imposibilitó a todos los hombres a introducirse airosamente, al término de su peregrinación por el camino de la vida, en las mansiones suntuosas y gloriosas de la Eternidad.
Los Portones de la Eternidad, ante el Abismo que había abierto el pecado, se cerraron, y ya nadie podía poseer el Reino de la Luz, hacia el cual todos caminan, y único fin para el que hemos sido creados…
Pero Dios, en su infinita sabiduría, lleno de ternura y compasión, quiso establecer nuevamente su amistad con los hombres. El Amor Infinito se sintió impulsado en compasión misericordiosa hacia el hombre caído, de tal forma que el Padre envió a su Unigénito Hijo que, en y por la plenitud de su Sacerdocio, suspendido en el Abismo, entre Dios y los hombres, extendió sus brazos y, por el ejercicio de la plenitud de su Sacerdocio, lanzando un grito desgarrador de amor y misericordia, colgado entre el Cielo y la tierra, exclamó: «Venid a mí, que Yo os introduciré en el Reino del Amor»; no sin antes haber abierto de par en par nuevamente con el fruto de su pasión sangrienta y su resurrección gloriosa, con sus cinco llagas, los Portones anchurosos de la Jerusalén Celeste.
«Tenemos un Sumo Sacerdote grande que atravesó los cielos, Jesús, el Hijo de Dios… Acerquémonos por tanto con confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia y encontrar gracia, que nos auxilie en el momento oportuno».

Y ahí está Cristo, suspendido entre el Cielo y la tierra, invitándonos con clamores de muerte, como único puente y tabla de salvación, a pasar por Él y con Él el Abismo insondable que el pecado abrió entre Dios y el hombre, entre la criatura y el Creador…
¡Oh…! Hoy, llena de sorpresa, repleta de luz, y desde el pensamiento divino, llena de sabiduría amorosa, veo y descubro cómo los hombres, en carrera vertiginosa, corren, sin saber dónde, hacia el día luminoso del encuentro del amor, de la justicia y de la paz.
¡Oh…! Todos corren a la misma velocidad, todos van por el mismo desierto; pero ¿cuántos son los que alcanzan el día dichoso y glorioso del Reino de la Luz en conquista de gloria como triunfo del torneo? Todos llegan al término de su peregrinar, pero ¿quién cruza la frontera para introducirse en el Reino de la paz y de la felicidad…?
«Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella!».
Hoy he comprendido en un momento, iluminada por las lumbres candentes que nos da la fe, de un modo sencillo pero profundo, lleno de sabiduría amorosa en aguda penetración que, como una espada afilada, se ha clavado en las pupilas centelleantes de mi espíritu, un camino por el que todos los hombres corríamos en carrera vertiginosa hacia el término del destierro, que es el encuentro de la felicidad eterna.
Camino que, ante mi mirada espiritual, me ha parecido muy corto por la velocidad apretada de los que por él pasaban, comprendiendo esta frase de la Escritura: «Para Dios mil años son como un día»; ya que he visto pasar a batallones de millones de hombres de todos los tiempos por la vida en un momento, descubriendo la velocidad y la rapidez de nuestro peregrinar.
¡Oh qué momento…! ¡Cuánto he visto en este instante de luz…! ¡Qué pequeñito, qué pobre, qué corto he visto el camino de la vida…!
¡Qué poca trascendencia la de los cálculos inimaginables de los hombres…! ¡Qué fugaz todo lo que encierra la vida…! Todas las cosas como si no fueran; con un solo sentido: correr presurosamente al encuentro del Reino de la Luz como dice el Apóstol: «Corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús».
Y es tan fugaz todo lo que sucede en este caminar presuroso para conseguir el premio, ¡tanto!, que, ante mi mirada espiritual, como si no existiera; ¡tanto!, que la vida de todos los hombres de todos los siglos pasó en un instante; ¡tanto!, que todos los siglos con toda la llenura de sus días y de sus realidades, se encierran en un abrir y cerrar de ojos para el pensamiento de Dios y la mirada espiritual de aquellos a quienes les son descubiertos esos mismos pensamientos bajo la luz candente y luminosa de la fe…
¿Qué es la vida…? Un abrir y cerrar de ojos en carrera vertiginosa hacia la Eternidad.
Y ¿qué es la Eternidad…? La repletura de existencia que saturará en realidad existente, en un «para siempre» de felicidad y llenura en gozo del Infinito, todas nuestras capacidades creadas y abiertas a la posesión de Dios por la llenura del Sumo Bien.
Sólo un sentido le he visto a la vida del hombre: correr airosamente hacia la meta para encontrarse al final con Cristo y Éste crucificado y glorioso por el triunfo de su resurrección, y ser introducidos por Él en el gozo del Padre.
Todos corremos por ley de vida y vamos dejando detrás lugar a otros que también vienen corriendo y como empujándonos ante la velocidad de los que apremiantemente les impelen en carrera veloz, corriendo tras ellos para ocupar el puesto que, en su pasar, van dejando a los que presurosamente van llegando en el cruzar por el camino de cada hombre…
Todos llegamos, unos antes, otros después, a las fronteras de las infinitas claridades del Sol Eterno…
Al llegar a esa frontera, hacia la cual vertiginosamente vamos presurosos, al término de la vida –¡oh sorpresa llena de estupor!– descubrí que unos paraban en seco: son los que aún están a tiempo de reflexionar, los que, al término de su peregrinar en su carrera vertiginosa, han descubierto una ráfaga de luz.
Otros, ¡oh terror!, en su vertiginosa carrera, en su alocada obstinación, en su inconsciente caminar, caen al Abismo –que fue abierto para Luzbel y sus secuaces por su rebelión de «no te serviré»– con la velocidad y trepidez de un rayo, perdiéndose en las profundidades escalofriantes de los senos del Volcán abierto, llenos de terribles alaridos ante la desesperación eterna de saber que han caído allí sin poderse parar ni retroceder ni volver, ¡y para siempre!

¡Y cómo caían…! ¡Caían…! ¡Caían…! entre angustiosos alaridos de muerte e inimaginable desesperación en aquella oscuridad sin fondo, en aquel Abismo insondable, al cual mi alma, presurosa y despavorida, intentó mirar; mas no le veía el fin, por su tenebrosa y profunda oscuridad…
¡Caían al Abismo…!
Mientras que los que iban con la mirada puesta en Dios, los que corrían buscando el camino cierto y seguro de la voluntad divina llegando a las fronteras del Abismo, lo cruzaban bajo la sombra del Omnipotente y la brisa de su cercanía, pasando enseñoreadamente, como en vuelo, el Abismo insondable que, interponiéndose en el camino de la vida, nos separa de la Luz…
Pero para pasar del destierro a la Vida, de la oscuridad a la Luz y franquear el Abismo insondable, hay que descubrir a Cristo colgado sobre el Abismo, con ojos candentes, iluminados por la fe e impelidos por la esperanza, y escuchar su clamoroso ¡«Venid a mí»!; y lanzarnos a través del vacío con la esperanza puesta en el paso luminoso de su misericordia infinita.
Y este Abismo hay que cruzarlo volando, con alas de águila que nos aseguren un franqueo seguro a la mansión del Amor…
¡Cuántos van corriendo sin prevenirse de sus alas…! ¡Cuántos van corriendo alocados hacia el fin…!: Unos sorprendentemente caen al Abismo en su rebelión dislocada y obstinada, como Luzbel, de «no te serviré»; otros, que aún estaban a tiempo de reflexionar, se paran en seco ante la impotencia de poderlo franquear; mientras los que, purificados y lavados con la Sangre del Cordero, que llegan de la gran tribulación, los hijos de la Luz, cruzan el Abismo con la velocidad de un rayo, porque son hombres con alas grandes de águila, que van presurosos ante la voz de Cristo colgado en el Abismo para cruzar por Él las fronteras que nos separan de la Eternidad.
¡Qué claramente contemplaba, comprendiéndolo bajo las lumbreras de los soles del pensamiento divino, que el Abismo es el infierno donde caen los hombres insensatos al término de su carrera vertiginosa, por decirle a Dios que «no» en su grito de rebelión en descaro inconcebible contra el Creador!
Las alas de águila son la mirada sobrenatural, la búsqueda de Dios, el encajamiento en su plan, y la caridad, los Sacramentos, los dones y frutos del Espíritu Santo, que nos hacen andar por la tierra como en vuelo sin ensuciarnos en su fango; capacitándonos para correr por encima de las cosas creadas, con ojos candentes capaces de descubrir la eterna sabiduría. Porque la sabiduría de Dios en el alma que la posee es como llamas encendidas, como saetas impelidas por el amor y como flecha afilada que, introduciéndose en lo más profundo del ser, penetra toda la vida del hombre, dándole a conocer la verdad del plan divino y proporcionándole la fuerza que necesita para seguirle hasta el final.
¡Qué extraña es mi vida…! Hoy me ha sido descubierto en un momento un camino rápido, breve, por el que todos los hombres corríamos velozmente. Todos a un mismo paso; ninguno, aunque quisiera, se podía rezagar: son los días de la vida. Ninguno íbamos más ligeros ni más despacio; todos en una misma velocidad, en una marcha simultánea y además en una marcha que era vertiginosa y, por lo tanto, pronto daría con su fin.
Pero en esta marcha unos se van refregando y ensuciando en el lodazal del mundo: «nubes sin agua arrastradas por los vientos; árboles otoñales sin fruto, dos veces muertos, desarraigados; olas bravas del mar, que arrojan la espuma de sus impurezas; astros errantes, a los cuales está reservado el Abismo tenebroso para siempre»; y que, al llegar al término y encontrarse con el Abismo que les separa de su fin, en su alocada y desconcertante carrera, caen de improviso en ese Abismo tenebroso e insondable de terrible amargura y desesperación eterna, sin detenerse a reflexionar.
Mientras que los segundos, que van con sus alas extendidas sin mancharse en el lodazal, siguen adelante por encima del Abismo, lo pasan, lo cruzan velozmente dejándolo atrás, porque caminan impelidos por la voz del Amor Infinito que, colgado en el Abismo, clavado entre Dios y los hombres, les reclama: «Venid a mí». Y con Él y por Él se introducen en la mansión de la Luz, de la Vida y del Amor…
También hay unos terceros que, parándose en seco al borde del Abismo, están a tiempo de reflexionar.
Todos corremos a una misma velocidad, aunque no todos llegaremos a un mismo término, a pesar de que el término que Dios quiso para todos es el mismo; pero no lo pueden conseguir sino aquellos que, viviendo de lo sobrenatural mediante la vida de la gracia y bajo el ímpetu del Espíritu Santo, tienen alas, y alas de águilas reales, que les hacen capaces de franquear el insondable Abismo que existe entre la Vida y la muerte, entre la tierra y el Cielo.
¡Extraña concepción de la vida la que hoy, en un momento, he descubierto…! ¡Extraña intuición que me ha enseñado nuevamente lo fugaz de las cosas, el modo apresurado en que se desliza todo, y la necesidad de buscar sólo a Dios para franquear triunfantemente en conquista de gloria el Abismo que se antepone a la Luz!
Abismo cortado en seco, inmensamente profundo, ¡tanto, que no se le ve el fin!; por lo que sólo con alas inmensas de águila podrá ser atravesado.
Oigo carcajadas en la lejanía… carrera en tropel… camino de vida… Porque es el camino de la vida por el que vamos todos, porque es el destierro el camino que nos lleva a la Vida, por el cual no todos van de la misma manera, aunque sí todos corremos a la misma velocidad…
¡Son alas de águila las que necesita mi corazón dolorido, para correr al encuentro del Amor…! Pero oigo, en el caminar de mi vertiginosa peregrinación, carcajadas burlonas de desprecio e incomprensión, que me hacen estremecer, ante cuanto se ha descubierto hoy a mi mirada espiritual, en lo más profundo de la médula del alma.
¡Qué corto es el camino…! ¡Qué cerca está el Abismo…! ¡Qué infranqueable sin alas de águila…! Y las alas sólo el amor, el sacrificio, la renuncia y la vida de fe, esperanza y caridad, los Sacramentos con los dones y frutos del Espíritu Santo, son capaces de dárnoslas; alas de águila que nos lleven a la esperanzadora luz del Amor:
«Si tu mano te escandaliza, córtatela; mejor te será entrar manco en la Vida que con ambas manos ir al Abismo, al fuego inextinguible, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo; mejor te es entrar en la Vida cojo que con ambos pies ser arrojado en el Abismo, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el Reino de Dios que con ambos ojos ser arrojado en el Abismo, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga».
¡Qué corto es el camino…! ¡Qué velocidad la de sus caminantes…! ¡Qué insensatez la de la inmensa mayoría de los que por él caminan…!
¡Alma querida, abre tus alas y ensancha el espíritu, porque Dios está cerca…!
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia