Para definir en pocas palabras la vida de la Madre Trinidad, yo empezaría diciendo que es una vida de inmensos, tremendos, gozosos y consoladores contrastes. Toda ella es un tejido de grandiosidad y sencillez, de impotencia humana y de arrollador poderío divino; de vivencia profunda y de la desapercibida naturalidad de una joven de pueblo o de una mujer de su casa que comunica con la viveza, la espontaneidad y el colorido del lenguaje popular andaluz, torrentes de sabiduría sobre los misterios más hondos de la fe católica. Ese contraste es expresión viva de la pobreza y limitación humana y de los horizontes sin límites por los que clama nuestro corazón. Por eso, cuando nos acercamos a él, nos subyuga con su fuerza de verdad irresistible.

La Madre Trinidad es como el eco palpitante de aquellas palabras de Jesús: «Gracias te doy, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y se las revelaste a los pequeños» . Es como si el Señor, a través de ella, quisiera decir hoy al Sacerdote, a las almas Consagradas, al trabajador perdido en el campo, a la mujer de la limpieza, al joven que se empieza a abrir a la vida o al hombre engullido por el tráfago de las grandes ciudades: Mira, todo mi amor infinito es para ti. He muerto en una cruz para hacerte Dios por participación; y, en mi Iglesia, he dejado tesoros insondables para repletarte de la felicidad que buscas sin encontrar. En tus manos pongo la hondura, la anchura y la longitud de todo el misterio de mi vida.

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El 10 de febrero de 1929 nace en Dos Hermanas la Madre Trinidad. A los seis años le ocurre un incidente que había de repercutir en una importante faceta de su infancia: Jugando con unas amigas, le pintan los ojos con cal no bien apagada; ingenua travesura infantil que a punto estuvo de dejarla ciega. Desde aquel día las compañeras de colegio la verían llegar todas las mañanas con sus gafitas negras a sentarse, casi sólo de oyente, en los pupitres de la clase. Y esa fue prácticamente la única escuela de instrucción humana que la Madre Trinidad frecuentó en su vida.

A los catorce años estaba llevando ya con su padre y su hermano Antonio el comercio de calzados, propiedad de la familia. Por las tardes acudía con un grupo de jóvenes de su edad a las clases de bordado. Así hasta los veintiséis años en que se traslada a Madrid.

Ahora, cuando Sacerdotes, profesores de Teología, licenciados y doctores por las Universidades Pontificias oyen las charlas de la Madre Trinidad sobre la vida íntima de Dios, sobre el misterio de Cristo, sobre María, o sobre la esplendorosa riqueza de la Iglesia, ante su asombro de no haber oído cosa semejante, la primera pregunta que suelen formular es: ¿En qué universidad hizo la Madre sus estudios de Teología?

Cuando se les dice lo que acabo de referir, muchos se resisten a aceptarlo, en principio, porque ello les pondría de bruces ante un portentoso milagro viviente y continuado en medio de nosotros. No queda otra opción entonces que la de recurrir al testimonio de profesoras y alumnas del Colegio de la Sagrada Familia, y al de todo el pueblo de Dos Hermanas que la vio despachando, durante más de doce años, en su tienda «Calzados La Favorita».

Y poco a poco van abandonando, los reflexivos teólogos, su insostenible incredulidad, porque tampoco han oído a ningún profesor de Teología hablar con tanta profundidad, tanta matización, tanta sencillez y vida como lo hace la Madre Trinidad, sobre las verdades de la fe católica. Se encuentran ante algo asombroso, increíble, pero que está ahí delante de sus propios ojos, y que se levanta con fuerza subyugadora como una llamada de Dios a todos los miembros de la Iglesia, ricos y pobres, cultos e ignorantes, Sacerdotes y seglares, para que tomen conciencia viva de lo que son por ser Iglesia.

De asombro en asombro se va cuando se conoce más de cerca la vida de esta sencilla mujer que es la Fundadora de La Obra de la Iglesia.

Porque ya en 1979 publicó su primer libro titulado «Frutos de Oración. Retazos de un Diario». Un volumen de 541 páginas con 2.217 profundos y bellísimos pensamientos sobre un abanico tan amplio y sugestivo de temas, que le hacen a la vez un tratado de Teología, un reclamo al corazón angustiado del hombre de hoy, y un canto sublime a las realidades más bellas que el espíritu puede vivir.

Le siguió «Vivencias del alma», libro íntegro de poesía, ¡y poesía religiosa!; 310 poemas que, en su cristalina belleza, nos hacen cruzar el umbral de los grandes misterios, nos introducen dentro, y allí nos cantan maravillas inefables y nos cuentan las vivencias más plenas y sublimes del alma en contacto con el Eterno.

Posteriormente se ha publicado «La Iglesia y su misterio». Trata como los anteriores, en forma profunda, rica y bella, temas enraizados en la médula misma del misterio de la Iglesia. Reviste sin embargo una forma literaria distinta. Su prosa ágil nos ofrece la exposición amplia, matizada y fluida de realidades que palpitan pletóricas de vida, y que se nos presentan contempladas en su brotar perenne y lleno de frescura del manantial de la Iglesia.

Tres libros únicos, inimitables, que llevarán al alma de quien los lea un torrente de sabiduría y vida divinas, y le abrirán a horizontes de riqueza que nunca sospechó.

En noviembre de 1999, a las puertas del año 2000 en los umbrales del Gran Jubileo, de una manera… que no sabría cómo calificarla: imprevista, inflamada en celo por amor a la Iglesia, sin más pretensión que presentar su verdadero rostro ante los hombres y ante muchos miembros de la Iglesia desconcertados, la Madre Trinidad publicó un escrito suyo del año 1959 en forma de pequeño «opúsculo»: «El verdadero rostro de la Iglesia repleto y saturado de Divinidad».

Se agotó la primera edición en muy poco tiempo; se hicieron otras de 10.000, de 25.000… y empezaron a llegarle a la Madre Trinidad numerosas cartas y manifestaciones de admiración por su «opúsculo», de inmensa complacencia y de gratitud por su amor a la Iglesia; animándola a que siguiese sacando a la luz otros escritos suyos.

Voces de Sacerdotes, Obispos y Cardenales se suman a ese coro de fieles que expresan su júbilo al ver a la Iglesia presentada en su hermosura «como ánfora preciosa repleta y saturada de Divinidad».

Baste como testimonio el de este Sacerdote que escribe a una feligresa agradeciéndole el regalo de este «librito» que:

«empecé a leer pensando que se trataría de uno de tantos folletitos de religiosidad popular que estuvieron tan de moda en tiempos pasados; pero desde el comienzo que expresa así: “Iglesia mía, ¡qué hermosa eres…! Toda hermosa eres, Hija de Jerusalén. ‘Tus ojos son palomas’, porque tu mirar es con el mismo mirar del Padre…, ¡Ay, Iglesia mía!, toda hermosa, engalanada con la misma Divinidad que te penetra, te satura, te ennoblece, enalteciéndote con tal fecundidad, que tú, Iglesia mía, eres el mismo Verbo Encarnado que sale del seno del Padre rompiendo en Palabra y abrasándose en el Espíritu Santo. ¡Esa es tu real Cabeza, Iglesia mía!”…, instintivamente me puse de rodillas para terminarlo. Es, lo confieso, lo más bonito, lo más profundo y lo más bello que a lo largo de mi vida he leído sobre la Iglesia, ¡la gran desconocida y, por ello, tan poco amada!».

A este escrito siguió otro: «La Promesa de la Nueva Alianza», exposición riquísima, apretada, bella, honda y sugestiva del Plan de Dios sobre el hombre, realizado por Cristo, a través de María, y remansado en el seno de la Santa Madre Iglesia.

Y así surgió la colección «Luz en la noche» con títulos que en su conjunto son una llamada, un reclamo al que quiera adentrarse en sabiduría amorosa en el dogma riquísimo de nuestro cristianismo.

Ninguno de los que estamos colaborando en esta iniciativa de la misma Madre Trinidad pudimos imaginar al principio la amplitud y profundidad de su alcance en frutos de amor a la Iglesia, pues aunque sabíamos que tal actividad, como todas las que ella emprende, era impulsada por el mismo Dios, sólo los hechos están demostrando que es el momento determinado por Dios –como ella misma lo ha expresado– para empezar a manifestar desde el seno de la Iglesia algo del don que, mientras la Madre Trinidad viva, se puede dar a conocer para aprovechamiento de todos aquellos que se abran a recibir este regalo incalculable de conocimiento en sabiduría amorosa del misterio trascendente de Dios en su intercomunicación íntima y familiar de vida trinitaria;

la grandeza insondable de Cristo, el Unigénito de Dios, Luz de Luz y Figura de la sustancia del Padre, uno con el Padre y el Espíritu Santo; y que hecho Hombre por Amor, se nos da en explicación de eternos Cantares por medio del misterio de la Encarnación obrado en las entrañas purísimas de la Virgen que, de tanto ser Virgen, por obra del Espíritu Santo rompió en maternidad ¡y Maternidad Divina!;

manifestándose y dándosenos la Familia Divina, por Cristo, con Corazón de Padre, Canción de Verbo y Amor de Espíritu Santo en el seno de la Santa Madre Iglesia, repleta y saturada de Divinidad, y a la que hay que presentar en toda su hermosura, con su dogma riquísimo manifestado en sabiduría amorosa, para que al mirarla los hombres vean el rostro de Dios en ella.

Sin embargo, los escritos más profundos e íntimos, y sin duda los mejores, no podrán ver la luz en vida de su autora.

Quienes conocen bien la magnitud y el alcance de la producción literaria de la Madre Trinidad, no dudan en afirmar que la colocarán entre los más grandes escritores de la literatura universal.

Y ¡qué contraste tan bello y atrayente! Ella confiesa de sí misma que nunca ha pretendido escribir un libro, sino simplemente plasmar como puede las vivencias de su alma. Le horrorizaría pensar que se la mirase bajo un punto de vista literario, porque jamás cruzó por su mente el pensamiento de ser escritora. Sólo se siente –son sus palabras– «el Eco de la Iglesia, que reverbera, en su pobre expresión y en su insignificante repetición, cuanto la Iglesia es, cuanto tiene, cuanto vive, cuanto sufre y cuanto da»…, «el grito ahogado del corazón de la Iglesia que, palpitando de amor y dolor, rompe cantando por ella a los hombres».

Un cambio trascendental se obró en su vida a los 17 años, que explica esta increíble paradoja de haber coronado una cumbre muy alta del mundo de las letras sin quererlo, sin pensarlo, y sin haber leído ni una sola de las obras de los grandes o medianos autores.

Era la mañana del 7 de diciembre de 1946. Las campanas de la torre repicaban anunciando al pueblo de Dos Hermanas la festividad de la Inmaculada. En un abrir y cerrar de ojos, mientras estaba en su tienda igual que todos los días, algo único, sorprendente, maravilloso y avasallador se hizo sentir en lo hondo del alma de aquella joven abierta, alegre y simpática. ¡Era el Dios de terrible majestad y ternura infinita que pasaba llamando a su «puerta»…!

He oído más de una vez a la Madre Trinidad evocar el recuerdo del cambio obrado en su vida por este callado y poderoso paso: «De mi vida anterior –dice ella– sólo me queda como un recuerdo sombrío. Tenía entonces lo que una muchacha de mi edad podía apetecer. Pasaba la semana esperando con ilusión las tardes del domingo; y los años transcurrían aguardando la fiesta de Santiago y la romería de Valme. Después de tantos preparativos, de tanto soñar con la fiesta, de tanto trajín, se resolvía todo en un pasar veloz que sólo dejaba vacío en el alma, cansancio en el cuerpo, y la tarea de volver a empezar para de nuevo recoger lo mismo…».

«Aquel 7 de diciembre fue como el surgir repentino de una pujante primavera que repletó mi vida de luz y puso un colorido nuevo en todo cuanto me rodeaba. El Amor Infinito se me puso delante, y como si me dijera: “¿Tienes necesidad de amar y de ser amada? ¡Yo soy el Amor Infinito! ¿Tu corazón está sediento de felicidad? ¡Yo soy la Felicidad, la Belleza, el Poderío, la Perfección eterna…!” Y, desde aquel día, mi alma vive en la llenura de todas sus apetencias, infinitamente desbordada en sus ansias de ser y de poseer».

EL SAGRARIO DE MI PUEBLO
Cuando evoco en el recuerdo aquel pasado
que he vivido en el silencio del olvido,
se me encienden mis entrañas con ardores,
respondiendo, en mi manera, al Dios bendito.

Horas largas en la iglesia de mi Pueblo,
remansándome en el pecho de mi Cristo,
y escuchando dulcemente de su boca
sus quejares en lamentos contenidos…

¡La Parroquia de mi Pueblo…!
¡Cuántos misterios vividos
sin que nadie lo supiera,
sólo por Dios conocidos…!

Junto a mi Virgen de Valme,
bajo su amparo, he sabido
sapiencias del Dios del Cielo
y sus misterios divinos,
que, a través de aquel Sagrario,
mi espíritu ha comprendido.

Horas largas de romances
donde mi alma ha venido
poco a poco regustando,
en ratos que nunca olvido,
misterios que yo guardaba
en mi corazón herido,
día tras día en silencio,
porque el Infinito Amor
era poco conocido…

¡Mi Sagrario…! ¡Mi parroquia…!
¡El Pueblo donde he nacido…!
junto a mi Virgen de Valme;
siendo, en los planes divinos,
Eco de la Iglesia Madre,
mensajera de un designio
con que Dios marcó mi alma
cuando en su pecho me dijo:
Vete a contar a los hombres
cuanto de mí has aprendido.

¡El Sagrario de mi Pueblo,
donde orando he comprendido,
junto a mi Virgen de Valme,
tantos secretos divinos…!
(Núm. 298)

El genio del pueblo andaluz ha brindado, por otra parte, a la Madre Trinidad toda su viveza, su fuerza expresiva, su hondura y su colorido, para contar y cantar las riquezas del Eterno Manantial remansado en la Iglesia. Así ha surgido su poesía y esa amplísima producción literaria de la que se hacen lenguas los que la van conociendo a través de sus escritos y en este tiempo sus «opúsculos», que están siendo como una lluvia de estrellas en la noche que envuelve al mundo.

¡ANDALUCÍA AMADA…!
¡Andalucía amada, tierra donde nací…!

¡Cuántos días, bajo tu sol brillante,
al Amor infinito mis amores le di…!

¡Cuántos días, en nostalgia que espera
y en una añoranza de amor callado,
bajo tus noches serenas y estrelladas,
en oración me hundí,
apercibiendo la dulzura infinita del Dios vivo
en la comunicación dichosa de su eterno festín…!

¡Andalucía amada…! ¡Tierra donde nací…!
(Núm. 15)

Otra particularidad sorprendente en la vida de la Madre Trinidad es que, siendo mujer, haya fundado una Obra en la que se integran Sres. Obispos, Sacerdotes, hombres y mujeres consagrados a Dios, matrimonios, jóvenes de uno y otro sexo, personas mayores y niños.

En 1955 se traslada a la capital de España, sin otro cometido que atender a su hermano mayor que se acaba de establecer allí. Había vivido y aprendido mucho a los pies del Sagrario en aquellos años; sabía de las largas esperas y las soledades crueles de Jesús en la Eucaristía, de sus amores ardientes; y toda su vida, hasta entonces, había sido un amor, un esfuerzo, un romance para consolar y hacer sonreír al Señor. Pero todo había quedado en la intimidad silenciosa y recogida de la pequeña y linda capilla que preside Nuestra Señora de Valme en la iglesia parroquial de Santa María Magdalena; donde Jesús fue su único Maestro; mientras ella durante largos ratos de oración reclinada en su Pecho, captó los secretos más íntimos del corazón del Verbo de la Vida Encarnado, y su alma se embriagó –citando casi textualmente frases de la Madre Trinidad– de la sabiduría amorosa de los Infinitos Manantiales, que se desbordan desde el seno del Padre, por el costado abierto de Cristo por medio de la maternidad de María en el seno anchuroso de la Santa Madre Iglesia repleto y saturado de Divinidad, en derramamiento sobre la humanidad.

DIOS RESPIRA EN MIS ADENTROS
Cuando yo me interno,
con alma adorante
y en silencio quedo,
en la intimidad
de un Sagrario abierto,
escucho el quejido
de Jesús en duelo,
escucho su roce
y siento su aliento…

Y entrando en la hondura
de su pensamiento,
lo que más me mueve
en mi sentimiento
es cuando yo escucho,
tras de mi silencio,
ese respirar
en lentos acentos,
ese reteñir
de su tierno pecho…

Y acerco mi alma
para capturar
ese palpitar
de sus sentimientos;
y oigo el tac…, tac…
que, en su Corazón,
el amor ha abierto.

Y mientras respira
el Hálito eterno,
yo respiro en Él
al modo que puedo,
para retornar
con mi respirar
a sus sentimientos.

Cuando Dios palpita
dentro de mi pecho,
yo respondo en don
del modo que puedo.
(Núm. 122)

En Madrid, a partir del 18 de Marzo de 1959, Dios rompe con fuerza los moldes de aquella vida oculta. Y la introduce en el secreto de su vida íntima del modo sorprendente que Él sólo sabe; le muestra sus misterios, se los da a vivir y participar y enviándola a proclamarlos con el mandato de «¡Vete y dilo…! ¡Esto es para todos…!»: Torrentes de luz, cataratas de sabiduría en vivencia profunda, impulsos incontenibles para contar y cantar las hazañas del Señor en las puertas de la Hija de Sión…

Un fuego que le abrasa las entrañas del alma, una fuerza, contra la que no puede resistir ni luchar, empuja a la Madre Trinidad a decir que…: «Urge presentar el verdadero rostro de la Iglesia, desconocida por la mayoría de sus hijos»; que «hay que reavivar y recalentar el dogma»; que «es necesario coger la Teología y darla en el amor a todos los hijos de Dios»; que «el seno del Padre está abierto esperando su llenura con la llegada de todos sus hijos»; que «hay que hacer una revolución cristiana en el seno de la Iglesia…».

Clamó, gritó casi. Fue llamando de puerta en puerta a los que la podrían ayudar. Luchó lo indecible y se esforzó hasta límites que parecían por encima de sus posibilidades. Pero su voz era humanamente demasiado débil para ser escuchada; y proclamaba una renovación tan profunda, que resultaba extraña para algunas mentalidades de entonces y con la que a muchos les daba miedo enfrentarse.
Por aquellos días el Papa Juan XXIII llamaba a la Iglesia a Concilio. Y… ¡terrible contraste!, cuando todos empezaron a hablar de lo que había que hacer en la Iglesia, la Madre Trinidad, con su alma reventando de palabra para la Iglesia, tuvo que quedarse en el silencio de la incomprensión.

El Señor imprimía también como a fuego en su alma: «¡Con todo a Juan XXIII…!»; «el Concilio viene para esto».

Y aquella joven de apenas treinta años, perdida en la soledad de una inmensa ciudad, desvalida, sin recursos y sin apoyos humanos emprende la gran epopeya de llegar hasta Roma para hablar al Sucesor de San Pedro.

A Roma llegó y ante el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles la puso el Señor. Pero –en frase suya– «los grandotes» la impidieron hablar con el Papa y estando ante Juan XXIII hubo de quedarse en silencio.

Superando obstáculos que parecían invencibles volvió a Roma tres años después. Pero demasiado «tarde», como le había hecho entender el Señor de antemano: Juan XXIII entraba en Retiro espiritual, y la primera Sesión del Concilio iba a comenzar. Los que después puedan leer su diario particular y lo conozcan todo, comprenderán los porqués de lo que hoy queda velado por el silencio de la incomprensión.

El Señor, sin embargo, arreciaba más y más en sus comunicaciones, impulsos y peticiones. Y del fragor de aquellos fuegos surgió también en el alma de la Madre Trinidad «La Obra de la Iglesia»: Un grupo vivo de Iglesia, una legión integrada por personas de toda edad, sexo, estado y condición social que, viviendo profundamente su ser de cristianos y puestas al lado del Papa y de los Obispos, manifestasen al mundo, por su vida y su palabra, el verdadero rostro de la Iglesia; las cuales tendrían que ayudar a llevar a los hombres la sabiduría y vida eclesial de las que se sentía repleta.

Para realizar todo aquello, se encontraba prácticamente sola, sin más posibilidades que las de una joven llegada de un pueblo del sur a la capital de España. Si se pudieran contar las dificultades, los sufrimientos e incomprensiones con los que la Madre Trinidad se encontró hasta llegar a hacer La Obra de la Iglesia, sabríamos mucho de su temple y de su firmeza de carácter. Han sido muchas las barreras que ha tenido que romper y las puertas cerradas con que se ha encontrado; muy duras las batallas que ha tenido que librar. A veces, ante la fuerza de Dios que la impulsaba, la magnitud de lo que tenía que emprender y los obstáculos, como gigantescas montañas, que se le ponían por delante, afloraba a su alma la añoranza de aquel rinconcito de la capilla del Sagrario de su pueblo donde tan feliz fue con el Jesús de su juventud. Y, enjugándose las lágrimas, se volvía al Señor para preguntarle: «¿Por qué a mí…? ¿Por qué tengo que ser yo, Señor…?».

Por toda respuesta, una dulce y acariciadora experiencia interior: «Porque no he encontrado otra criatura más desvalida y pobre que tú en la tierra».

Y día a día, año tras año, ha ido acuñando la Madre Trinidad su Obra de la Iglesia, en las diversas Ramas y Grupos, dando a cada uno su fisonomía propia dentro de una realidad única que a todos engloba. Tarea profunda, amplia y variada que por sí sola habla de la riquísima y excepcional personalidad de esta mujer capaz de formar teológica y espiritualmente a sus Sacerdotes, o de hacer que sus seglares sean testimonios vivos de la Iglesia en medio del mundo; que lo mismo orienta los problemas de un matrimonio, que la vocación de un joven a la consagración; y que tiene que reglamentar la vida de sus comunidades o poner en marcha un campamento juvenil.

Desde el año 1963 la Madre Trinidad ha abierto para su Obra más de 40 casas en España y en el extranjero. Una por una las ha ido preparando ella. A veces, cuando diseñaba planos o tenía que bregar con albañiles, carpinteros y calefactores, o cuando regresaba cansada de dar vueltas como una peonza por las tiendas de la capital, la oíamos recriminar cariñosamente y con su gracia sevillana al Señor: «Cuando me pediste que te hiciera La Obra de la Iglesia lo que menos me imaginaba yo era que tuviera que hacer estas obras».

Hasta hace muy poco, llevaba ella personalmente la economía de toda la Obra. Una vez que imprimió su estilo, también en llevar los asuntos materiales, a los hombres y mujeres que la vienen ayudando, sólo vuelve a coger el timón de la economía en circunstancias decisivas o en momentos que reclaman un más estrecho reajuste.

Implantó su Obra de la Iglesia en 7 diócesis españolas. Después la llevó a Roma, donde tiene abiertas 5 casas de apostolado, y le está encomendada la parroquia de «Nostra Signora di Valme». Desde Roma se va extendiendo a otras diócesis de Italia; haciendo llegar su irradiación apostólica a otros países, principalmente a las naciones de habla española de Hispanoamérica.

Toda esta compleja realidad de personas, actividades y cosas la tiene la Madre Trinidad totalmente abierta y lanzada a propagar la auténtica renovación eclesial que ella lleva impresa en su alma desde el año 1959. Para esto ha procurado ante todo hacer de su Obra la encarnación viva de esa renovación. Y de una manera pacífica, callada e inadvertida la mayoría de las veces al ambiente que la rodea, tiene ya convertidas en realidad concreta, práctica y experimentada, muchas de las metas señaladas por el Concilio Vaticano II, a las que todos miran con ilusión y añoranza, y a las que muchos contemplan como utopías ante la confusión y aun los desastres que ha traído para la Iglesia el haber intentado conseguirlas por medios demasiado poco evangélicos.

Una simple enumeración de realidades, que están ahí, a la vista de todos, pueden fundamentar esa afirmación que podría parecer desorbitada:

—Puesta de la Teología, en toda su hondura y riqueza, al alcance de todos, aun de los más humildes y marginados culturalmente.

—Capacitación y promoción de los seglares para que asuman su papel de miembros vivos y vivificantes del Cuerpo Místico; llenándoles, por una parte, sus más hondas exigencias de vivir en plenitud su realidad de cristianos, y lanzándoles, por otra, a asumir sus responsabilidades apostólicas en los variadísimos campos y de las maneras tan ricas que les pertenecen.

—Renovación de la vida del Sacerdote, solución de los problemas de su identidad sacerdotal en medio de un laicado consciente de su quehacer en la Iglesia y que reclama al Sacerdote que le devuelva actividades que le son propias; formación permanente, vida en familia, etc., etc.

—Estilo natural, atrayente y sencillamente evangélico, de vivir su entrega los consagrados a Dios, en medio de un mundo al que tienen que ganar para Cristo.

—Floración de vocaciones, tanto para el sacerdocio como para la vida consagrada.

—Encauzamiento logrado de la formación de los aspirantes al sacerdocio, alimentándoles y madurándoles su ideal de ser ministros de Cristo y dispensadores de los misterios divinos a los hombres, sin sacarlos del mundo en que han de vivir, y manteniéndoles en contacto permanente con las realidades apostólicas que han de desarrollar y en el ambiente mismo en que han de realizarlas.

—Vitalización de las parroquias como reflejo y concreción del gran Hogar de la Iglesia; explotando la fuerza apostólica de medios y métodos avalados en su eficacia por la experiencia de años o siglos, y buscando otros nuevos y necesarios hoy para llegar a toda la feligresía y solucionar los problemas espirituales y materiales de sus miembros.

—Presentación del misterio de la Iglesia, en su apretada riqueza y en su fuerza vitalmente renovadora, a miles de Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, y seglares de todos los estamentos sociales, en «El Plan de Dios en la Iglesia», «Días de retiro sobre el Misterio de Dios en la Iglesia», «Días de orientación juvenil», Retiros, charlas, etc.

Para qué seguir enumerando… Todas esas realidades son interdependientes entre sí; sin unas no se pueden alcanzar las otras. Tan consciente fue la Madre Trinidad de este hecho, que por eso hablaba ya en el año 1959 de que «había que hacer una revolución cristiana en el seno de la Iglesia» para ponerla en el esplendor y plenitud de vida que Cristo le dio al fundarla.

Aun pudiendo parecer que he dicho tanto, la verdad es que no he hecho más que poner ante la vista realidades externas. Reflejan, sí, profundas vivencias interiores de las que dimanan; pero el porqué más íntimo, la realidad más fuerte que ha configurado la personalidad espiritual y humana de la Madre Trinidad, su misión en la Iglesia, su trascendencia y el modo portentoso casi insospechable de lo que Dios ha realizado en el alma de esta sencillísima mujer para la realización de un designio eterno y amoroso en su Iglesia, necesariamente han de quedar ocultos ahora para nosotros hasta que –en frase de ella– marche hacia la Casa del Padre.

Una de las manifestaciones más reveladoras a este respecto, se la he oído hace muy poco a la misma Madre Trinidad hablando a un grupo de Sacerdotes. Su amor a la Iglesia y el dolor de su alma al tenerla que ver tan humillada, la traicionaron después de escuchar, otra vez más, cómo por doquier están surgiendo doctores de la mentira que llevan la confusión al Pueblo de Dios. Y se le escapó como una queja, como un lamento: «Las realidades de las que les he hablado a ustedes, yo no las he aprendido en los libros, ni me las han enseñado los hombres. Soy simplemente un testigo. Y la veracidad de mi testimonio se comprueba por su conformidad con las enseñanzas de la Iglesia». Y en otra ocasión: «Dios me hizo su testigo para hacerme su profeta»; profeta que tiene que hablar en nombre de Dios a su Pueblo.

Testigo que tiene que dar testimonio; Eco cuya misión es repetir con fidelidad la palabra pronunciada; pequeñez del que nada propio tiene que decir, y riqueza pletórica de la voz por la que se expresa el vivir glorioso y el sangrante penar de la Iglesia: Esta es la síntesis de la vida y la Obra de la Madre Trinidad.

Extracto del libro “La Madre Trinidad y su Obra de la Iglesia”

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