Escrito de la Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia, del día 14 de noviembre de 1959, titulado:
EL ROSTRO DE LA IGLESIA
Iglesia mía, ¡qué hermosa eres…! Toda hermosa eres, Hija de Jerusalén.
«Tus ojos son palomas», porque tu mirar es con el mismo mirar del Padre.
Tu boca es toda dulce, suave, porque tu boca es el mismo Verbo Encarnado que, rompiendo en Palabra, sale y se nos desparrama por ti en divino cantar de eternas e infinitas perfecciones.
Iglesia mía, estás encendida. «Tus mejillas son como la grana», enrojecidas por el fuego mismo del Espíritu Santo.
Eres «ejército en batalla», reina con tu realeza recibida del mismo ser de Dios, fuerte con la misma fortaleza del «León de Judá».
¡Ay, Iglesia mía!, toda hermosa, engalanada con la misma Divinidad que te penetra, te satura, te ennoblece, enalteciéndote con tal fecundidad, que tú, Iglesia mía, eres el mismo Verbo Encarnado que sale del seno del Padre rompiendo en Palabra y abrasándose en el Espíritu Santo. ¡Ésa es tu Real Cabeza, Iglesia mía!
¡Qué hermosa eres con la hermosura del mismo Dios Altísimo y Santísimo! ¡Si se te derrama toda la divinidad de tu Esposo por todos tus miembros vivos…!
Iglesia mía, tú eres Madre con el mismo corazón del Padre. La única Paloma blanca que encierra en su seno a toda la adorable Trinidad.
¡Ay, Iglesia mía!, toda candor de paloma eres… Tus perfumes se extienden por todos los confines de la tierra. Eres «manojito de mirra» metida en el mismo seno del Altísimo; y tan amorosa, que el mismo Padre, que no tiene más complacencia que en sí mismo, en su Hijo y su común Espíritu Santo, se recrea y se complace en ti, porque tu Cabeza y tu Corona es su mismo Hijo Unigénito Encarnado.
Iglesia mía, ¿dónde está Salomón para que te cante en sus poemas…? ¿Dónde todos los poetas para que puedan cantar algo de las hermosuras de la Iglesia mía…? Pero no, no hay poeta que pueda cantarte como tú mereces. Hay que conocerte como tú eres, y solamente el Padre te contempla adecuadamente en toda tu hermosura, porque tú, en tu Cabeza, eres su Verbo.
Y tampoco hay ninguna palabra que pueda cantarte, Iglesia mía, Iglesia amada, porque, al no conocerte, ¿quién sabrá expresarte? ¿Quién podrá deletrear el romance de amor infinito que Dios realizó en ti y contigo, como Esposo enamorado, ¡oh Celestial Jerusalén!, en el día de tus bodas en desposorio perpetuo y eterno, según las promesas del que Es, anunciadas a la humanidad desde el principio de los tiempos?
Pero sí, que tú misma, en tu Real Cabeza, te cantas y expresas, ya que Ella es la Palabra fecunda que sale cantando del seno del Padre, hermoseándote con tu corona real de Divinidad gloriosa como a Esposa del Cordero Inmaculado; sellándote en tu frente con su Sangre divina, derramada en el ara de la cruz, que quita los pecados del mundo; y enjoyándote con todos los dones, frutos y carismas del Espíritu Santo, que te hizo romper en palabra de fuego por su impulso amoroso en Pentecostés.
¡Ay, Iglesia mía…!, ¿quién podrá amarte como tú mereces? No hay amor creado, Iglesia mía, Verbo del Padre… Tan maravillosa eres, que el mismo Amor Infinito es el que te cuadra, y te ama y se desposa contigo en matrimonio eterno. Y, abrasándote en sus llamas, te une «en justicia y en verdad» con el Verbo de la Vida, de tal forma que, entre tu Cabeza y tus miembros, el mismo Amor obra un gran misterio, imagen de la Encarnación; y en tal consumada perfección, que así como la naturaleza humana y divina se unen en una sola Persona, que es el Verbo, así, entre todo el Cuerpo Místico y su divina y Real Cabeza, se realiza una unión tan íntima y divina que es el Cristo Total;
Real Cabeza, que te corona, Iglesia Santa, de justicia, de paz y amor; ennobleciéndote con la Verdad infinita y coeterna de la misma Trinidad que, en ti y por ti, nos manifiesta, nos dona y nos regala «todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios», que se nos dan por Cristo y a través de María en tu seno de Madre, repleto y saturado de Divinidad; para embriagar, saturando, a todo el que beba de los torrenciales afluentes de las eternas Fuentes, que brotan desde el Seno del Padre, por el costado abierto de Cristo, y se desbordan desde tu seno de Madre a la humanidad, con corazón de Padre, canción de Verbo y amor de Espíritu Santo.
¡Cómo ama mi Trinidad Una a su Iglesia Santa…! Tanto la ama, que la hizo depositaria de su vida divina para que llenara a todos sus hijos de Divinidad; de tal forma que es mi Madre Iglesia el corazón de Dios en la tierra, la expresión cantora del Infinito, la manifestación del Amor Eterno en su ser y en sus personas.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo aman a la Iglesia con caridad eterna, ya que Dios, al amar, lo hace con todo su ser en Trinidad de Personas.
Todo lo que el Padre conoce, el Verbo lo expresa y el Espíritu Santo lo ama. Todo lo que el Padre es por su ser, el Verbo y el Espíritu Santo lo son.Y así, cuando el Padre ama a su Iglesia, tan maravillosamente lo hace, que le dice –como en un romance de inédita ternura y misericordia infinita en derramamiento de su amor eterno– todo lo que Él es, tan perfectamente, que con la misma Palabra que Él tiene en su seno para expresarse a sí, me lo expresa a mí en mi Iglesia Santa; y me expresa todo lo que Él es y tal como lo es, estándoselo siendo y teniéndoselo siempre sido sin principio y sin fin en subsistencia y suficiencia eternas, en su acto inmutable de vida familiar y trinitaria.
¡Ay, Amor Infinito…! No te bastó un Profeta ni un Ángel para que me dijera, abrasado en tu amor divino, lo que Tú eres, sino que, rompiendo a hablar de tu seno en mi Iglesia, ¡oh mi Padre Dios!, me das tu Palabra cantora, tu Palabra infinita, la misma que tienes en Ti para decirte tu ser eterno. Es tu Verbo, tu única Complacencia, tu Explicación, la que Tú me has dado en tu Iglesia Santa; el cual, «poniendo entre nosotros su tienda», nos dice el secreto divino, recóndito y arcano del Sancta Sanctórum del misterio insondable de la vida trinitaria.
¡Así amó el Padre a su Iglesia! No hay nada por infinito, misterioso y perfecto que sea, que el Padre, al querer revelárnoslo, no haya dicho a la Iglesia mía. Quiso decirle todo, y para eso, le dio su Verbo, su Decir eterno e infinito que, vuelto hacia mí, me expresó, en un romance de amor, la sabiduría amorosa que, en un concierto infinito, es mi Padre Dios.
¡Ay Iglesia Santa!, eres toda hermosa porque tienes en ti la sabiduría del Padre que, en expresión divina y humana, te la deposita en tu seno de Madre.
¡A ver si hay algo que mi Iglesia Santa a mí no me diga! ¡A ver qué secreto hay escondido en lo recóndito de Dios que, revelado a su Iglesia, ella no me manifieste…! «Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu, pues el Espíritu todo lo sondea, aun las profundidades de Dios».
¡A ver!, ¿hay algo que el Verbo no nos haya dicho en el seno de la Santa Madre Iglesia, fundada por Cristo, el Mesías prometido a nuestro Padre Abraham, en cuya descendencia «serán bendecidas todas las naciones de la tierra»; anunciada por los santos Profetas y encomendada a sus Apóstoles, cual Nueva y Celestial Jerusalén? «Porque todo lo que oí de mi Padre os lo manifesté».
El Verbo Divino es el Habla infinita en Dios, y cuando habla, dice el regazo de nuestra Familia Divina, y lo ha dicho en su Iglesia.
¡Qué maravilloso es Dios! Tanto, que nos da a su unigénito Hijo para demostrarnos el amor que nos tiene, y, en un exceso de ese mismo amor, nos lo entrega en la cruz desamparado, cantándonos, en su cántico sangriento de Divinidad, el corazón del Infinito. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna».
Mi Iglesia Santa es la Trinidad en la tierra en expresión divina y humana.
Mi Iglesia es el Habla de Dios a los hombres.
Mi Iglesia es mi Dios con corazón de Madre.
¡Mi Iglesia es mi Madre con corazón de Dios!
¡Iglesia mía!, si no te puedo mirar… Porque eres tan hermosa, ¡tanto!, que yo jamás podré decir la alegría eterna de la felicidad infinita que en tu seno se encierra. Eres ánfora preciosa repleta de Divinidad; el manantial por donde la divina Sabiduría se da en Canción sangrienta de Amor infinito a los hombres; la única depositaria de todo el secreto de Dios para sus hijos. En ti está encerrado «el Misterio escondido desde los siglos en Dios, Creador de todo, para que sea manifestada ahora, mediante la Iglesia, la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo, Señor nuestro».
¡Cómo ama el Verbo a su Iglesia…! Tanto la ama, que, enviado por el Padre e impulsado por el Espíritu Santo, se entregó contento y dichoso, en la cruz, por ella.
Mi Iglesia es toda hermosa, está toda engalanada y enjoyada con la misma Deidad, ya que sobre ella se derrama en cataratas de ser y en Trinidad de Personas.
Es voluntad del Padre que el Verbo se encarne para que diga a los hombres los recónditos secretos de la vida trinitaria. Y en el momento que se obra el gran misterio de la Encarnación, la postura sacerdotal del alma de Cristo, vuelta hacia el Padre, es un decir: «He aquí, Dios mío, que vengo a cumplir tu voluntad». Tú has querido que Yo venga a cantar a los hombres nuestras infinitas perfecciones y «tu ley está en medio de mi corazón». He aquí que vengo como Palabra a decir lo que Tú eres, oh Padre, lo que Yo mismo soy y lo que es nuestro común Espíritu Santo. Y esto lo haré depositando todo nuestro tesoro en el seno de la Iglesia, ya que una sola vida, un solo ser, los Tres tenemos, y queriéndonos derramar sobre ella, la engalanamos comunicándole todo el secreto de nuestra vida íntima.
Así ama el Verbo a su Iglesia: cumpliendo la voluntad del Padre de decirle todo lo que Él es. Y no contento de expresárselo con un Cántico infinito de júbilo gozoso, se lo dice también en una agonía tristísima de Getsemaní, en un reventón sangriento de amor, en una destrucción total de su naturaleza humana, que nos canta en la cruz, muriendo, el amor infinito de nuestro Padre Dios.
¡¿A ver qué hay en el seno de mi Trinidad Santa que el Verbo Infinito no nos lo haya manifestado en su Iglesia?! «A Dios nadie le vio jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre, Él nos lo manifestó».
¡Ay, mi Esposo inmaculado…!, dame saber cantar la alegría de mi Trinidad-Amor, decir las riquezas que en mi Iglesia se encierran, descubrir el misterio de tu alma santísima, proclamar a tu Madre Inmaculada, sabiendo corresponder a tan gran don con una entrega total en respuesta de amor.
¡Cómo ama el Espíritu Santo a mi Iglesia Madre…! Una sola voluntad las tres divinas Personas tienen, un solo querer que, derramándose sobre su criatura, le dan todas las riquezas de su amor infinito.
Es el Espíritu Santo el Amor que, en la Trinidad, envuelve y penetra a esta misma Trinidad.
Es el Espíritu Santo la Caridad infinita y personal que, en voluntad amorosa, mueve al Padre para que nos entregue su Verbo diciéndonos su secreto divino y eterno, y abrasa al Verbo, en su fuego infinitamente amoroso, para que muera en la cruz entregándose por la Iglesia, como expresión del amor eterno que la Trinidad le tiene.
«Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar de las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa; cuánto más la Sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo».
Es el Espíritu Santo el que obra el gran misterio de la Encarnación en las entrañas purísimas de Nuestra Señora, toda Virgen, que concebiría y daría a luz un hijo, al cual pondría por nombre Emmanuel:«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”»; aunque, siempre que Dios mira hacia fuera, las tres divinas Personas actúan de conjunto, haciéndolo cada una según su fisonomía personal.
Y así el Padre, principio y fuente de la vida increada, nos da su Verbo para que nos descubra su secreto eterno; el Verbo nos lo canta en la cruz; siendo la donación del Padre y el cántico sangriento del Verbo, la demostración de la caridad infinita que el Espíritu Santo tiene a su Iglesia. ¡Así ama la Trinidad a mi Iglesia mía!
¡Ay, Espíritu Santo!, Amor eterno que engalanas a la Iglesia Madre, Caridad infinita que envuelves a mi Iglesia Santa, Beso amoroso que unges y penetras a todos los miembros de mi Iglesia; dame ser yo, con todas mis almas queridas, un beso generoso de retornación en el seno de la Trinidad, que bese a cada una de las Personas en el instante en que, como muestra de amor hacia el hombre, se entregan como donación sobre mi Iglesia.
Espíritu Santo, eres Tú el que, derramándote sobre la Iglesia, la enriqueces con todos tus dones y carismas.Es por Ti, Amor Infinito, por el que, el día de Pentecostés, aquella primera reunión reventó en Palabra de fuego, en expresión infinita de Divinidad.
Por Ti los miembros de la Madre Iglesia, penetrados en tu caridad eterna, se van enriqueciendo con los dones que Tú, como regalo de amor, has depositado en ella para enjoyarla; de forma que, como Madre y Señora, reparte todos los tesoros de tu corazón con corazón de Madre a todos sus hijos.
Eres Tú, mi Espíritu Santo, mi Esposo inmaculado, el Amor que empuja al Padre y al Verbo en donación hacia nosotros, y la Caridad que envuelve, penetra, satura y ennoblece a mi Iglesia Santa.
Eres el Amor mediante el cual el Padre por el Verbo, abrasados en Ti, mirando hacia fuera, obran la creación.
Por Ti, las Personas divinas miran hacia el hombre nuevamente y, mediante tu caridad infinita, en un exceso del amor trinitario para con la humanidad caída, el alma de Cristo y María son creación.
Tu amor lanza al Verbo del seno del Padre al seno de la Señora, para que, rompiendo en Palabra de fuego, el Verbo divino en la tierra nos diga a todos los hijos de Dios el calor trinitario de la Familia Divina.
Por Ti, mi Espíritu infinito, en una muestra inimaginable e inconcebible de amor, el Verbo Encarnado muere gozoso, ofreciéndose por la Iglesia, y el Padre glorioso lo entrega, abrasado en tu caridad eterna, en donación y regalo de amor, a la Iglesia inmaculada.
Por Ti, el día de Pentecostés, mi Iglesia Santa queda enjoyada y llena de sabiduría, teniendo todos tus dones en plenitud, y penetrando por tu medio en la Palabra infinita que, «bajando de los collados eternos», nos dijo en canción sangrienta el misterio amoroso y secreto de la Deidad. «El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena. No hablará de por sí, sino que todo cuanto oye lo hablará y os anunciará lo que está por venir. Él me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer».
¡A ver si hay algo en Dios que, al querer comunicarlo, el Espíritu Santo no diera a mi Iglesia Madre…! ¡A ver si hay algo en Dios que el Amor eterno no regalara a la Iglesia mía…! ¡A ver si hay algo en Dios, en su Trinidad infinita y en su ser eterno, que mi Iglesia Santa no sepa deletrearme con corazón de Madre y con amor de Espíritu Santo…!
Soy hija de Dios, partícipe de la vida divina, Dios por participación, heredera de la vida trinitaria del Infinito. Y todo, porque mi Trinidad Una, abrasada en el fuego del Espíritu Santo, se derramó sobre mi Iglesia mía, para que ésta, con señorío infinito, me diera todo lo que el hombre por sí jamás pudo ni soñar, ni poseer, ni siquiera apetecer, por no comprender «lo que Dios ha preparado para los que le aman».
Es mi Iglesia, por medio del Espíritu Santo, la que ha abierto en mí ansias insaciables del Infinito. Es la Iglesia la que, por medio de los Sacramentos, comunica a los hombres los poderes divinos del Hijo de Dios Encarnado: «Recibid al Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos». Por lo que la Iglesia es la única que tiene el poder de atar y desatar en el Cielo y en la tierra: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el Cielo».
¿Qué puede faltarle a mi Iglesia Santa que mi Dios no le diera? Son los Sacramentos los que me han capacitado para poseer al Eterno. Son los dones del Espíritu Santo los que, purificándome y santificándome –«sed santos porque Yo soy Santo»–, me capacitan para vivir en la tierra en sabiduría y amor, saboreando a la misma Divinidad. «“El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva”. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él».
Es la Iglesia, en su Liturgia, el cántico del Verbo, y la que me deletrea el mensaje divino encerrado en su corazón de Madre.
También, oh Iglesia mía, el Amor Infinito ha querido regalarte una Madre. Y para eso, Él se creó su Madre, María Inmaculada, para dártela a ti en donación y en regalo de su corazón de Padre.
Dios creó, mirando a su Iglesia y amándola, una Madre para Él y para su Iglesia Santa, y le dio todo aquello que en la Iglesia había de depositar; de tal forma que toda la donación de la Trinidad a su Iglesia, antes de ser entregada a ella, la depositó en la Madre de la Iglesia, por el misterio de la Encarnación, mediante su Maternidad divina y universal, para que Ésta se la diera con corazón de Madre, canción de Verbo y amor de Espíritu Santo.
Quiso el Amor dar una Madre a su Iglesia Santa, y para dársela según Él mismo necesitaba, primero se la hizo para Él, para podernos dar su misma Madre.
¡Así ama Dios a su Iglesia! De forma que, cuando le quiere dar una Madre, le da la que Él mismo se creó para sí. No le da menos, no se conforma con menos.
María, la Señora, es donación de Dios a su Iglesia. No quiso mi Padre Dios que faltara nada en la corona real de mi Iglesia Santa, y como quería que fuera engalanada con todos sus dones, también, como regalo de amor, para que nada le faltara, le dio a su Madre por Madre.
¡Así ama el Padre a su Iglesia, dándole a su Hija por Madre; elHijo, dándole a su Madre por Madre; y el Espíritu Santo, dándole a su Esposa por Madre!
María es la gran donación de la Trinidad a su Iglesia, siendo la Virgen el medio por el cual el Padre le dice su Palabra, el Espíritu Santo se la entrega y el Verbo muere crucificado por ella; ya que, por voluntad divina, metiéndola en el plan de la Redención, la Virgen fue el medio que Dios se escogiera para donarse a su Iglesia. Por lo que es la Virgen, Madre de la Divina Gracia, la que tiene la «culpa» de que todos los hombres se llenen de gracia y vayan a Dios.
María da su donación a la Iglesia, que es su Hijo y el Unigénito del Padre. ¡También Ella nos da la Palabra divina para que nos diga el Cántico del Infinito! ¡Tampoco Ella se conforma con menos que con darnos a su Hijo, a la Palabra del Padre, para que nos diga en un romance de amor todo el secreto de nuestra Trinidad Una!
María cooperó con su fíat, en el día de la Encarnación, a la donación de las tres divinas Personas a la Iglesia, de forma que las Tres esperaban su «sí» para donarse. Impulsado por el Espíritu Santo, el Verbo fue entregado como donación por el Padre a la Madre de la Iglesia, y desde su seno, mediante su voluntad maternal, se hizo la donación de Dios a los hombres, la restauración de la humanidad y la injerción de los hombres en Dios.
Es maravilloso contemplar a la Señora, como Madre de la Iglesia, recibiendo, unida a todos sus hijos, la gran donación de Dios al hombre por el Verbo; y es maravilloso mirar a la Señora en el plan divino, junto al Verbo Encarnado, para, desde Dios, dar la vida a los hombres.
María está metida en todo el plan divino, tanto, que si Ella no hubiera cooperado en una misma voluntad con Dios sobre este plan, los designios eternos sobre la Iglesia y el mundo no hubieran sido cumplidos.
Así que María, metida en el plan de Dios, en el día de la Encarnación, y después en la cruz, entregó a su Hijo a la Iglesia y, junto con Él, se entregó Ella; y con el Hijo nos entrega al Padre y al Espíritu Santo, según el pensamiento de Dios; el cual nos creó sólo y exclusivamente para que le poseyéramos, haciéndonos hijos suyos, partícipes de la vida divina y herederos de su gloria.
María es «el orgullo de Jerusalén, la gloria de Israel, la honra de nuestro Pueblo», porque por Ella «hizo el Señor obras grandes» y por eso «todas las generaciones la proclamarán bienaventurada».
Un manto real de sangre envuelve a mi Iglesia Madre; un manto real que su Esposo, Cristo Jesús, le puso el día de sus bodas, ya que, enloquecido de amor por ella, le dio como regalo toda su Sangre divina con la cual pudiera perdonar, penetrar y divinizar a todos sus hijos. «Vosotros os habéis acercado al monte Sión, Ciudad del Dios vivo, Jerusalén del Cielo, a la asamblea de innumerables Ángeles, a la fiesta universal, a la Iglesia de los primogénitos inscritos en el Cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la Nueva Alianza, Jesús, y a la aspersión de la Sangre, que habla mejor que la de Abel».
¡Qué hermosa es mi Iglesia Madre! En ella se encierra, oculto en la Hostia blanca, el mismo Verbo Infinito, expresando en cada sagrario de la tierra, en un silencio incomprensible, el amor eterno que a mi Madre Iglesia tuvo su Esposo divino, el cual, queriendo estar con ella hasta la consumación de los siglos, se oculta bajo la apariencia de un pedacito de pan, para que ella pueda dar en comida y en bebida a todos sus hijos la misma Palabra eterna que tiene en su seno:
«El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y Yo en él. Como el Padre, que vive, me ha enviado, y Yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí».
La Iglesia es el Verbo Encarnado, con su Madre Santísima, con todos los Apóstoles, los Mártires, las vírgenes, los Santos…
Pero la Iglesia, por ser tan hermosa y tan fecunda, no sólo es Iglesia en todos sus miembros vivos y vivificantes, que contempla con el Padre, canta con el Verbo y se abrasa con el Espíritu Santo; no sólo es el conjunto de todos sus miembros que, unidos, forman el Cristo Total y místico, sino que cada uno de los que viven su ser de Iglesia participa de todas las hermosuras que en infinitud brotan del Seno del Padre. Porque, por su ser de Iglesia, todo cristiano que vive en gracia tiene en participación lo que Dios tiene por naturaleza, pues nos hizo «partícipes de su naturaleza divina», a cada uno en la medida de su ser de Iglesia, que es la de su transformación en Dios.
Iglesia mía, tú en tu seno tienes todos los atributos y perfecciones del ser de Dios, que en infinitud de matices, se te derrama engalanándote y hermoseándote con su misma hermosura, siendo tú como la Mujer vestida de sol del Apocalipsis.
Iglesia mía, tú eres la verdad, la santidad, la unión, la caridad, la paternidad; porque tu Real Cabeza es el mismo Verbo que sale del Seno del Padre. Y eres tan sencilla, que ese Verbo, al crearte, se vistió de una naturaleza humana, y quiso confiarte y perpetuar en ti su misión de evangelizar a los pobres, «habiéndose hecho pobre el que es la Riqueza infinita, para enriquecernos con su pobreza».
Tú, con Cristo y por Cristo, eres Madre de todas las almas. Todas han sido creadas para meterse en tu seno, para ser miembros tuyos; todas están llamadas por Dios para contemplar la Palabra que sale del mismo Dios altísimo, manifestándose por tu boca abrasada en las llamas letificantes del Espíritu Santo.
Ay, Iglesia mía, ¡cómo está cantando el Verbo del Padre en tu seno…! En todas partes está el Verbo cantando en la Eucaristía en un cántico silencioso de expresión amorosa; ese mismo Verbo que en el Sacrificio incruento del Altar, perpetuación de la Encarnación, vida, muerte y resurrección de Cristo, se está victimando en un grito sangriento de amor eterno e infinito.
Verbo del Padre, ¡cómo cantas en tu Iglesia…! Toda ella está abrasada en el impetuoso fuego del Espíritu Santo, está vestida de púrpura real por la Sangre del Cordero de Dios que, brotando a raudales, se derrama por los Sacramentos sobre todos los hijos que quieren empaparse en esa Sangre divina.
Iglesia mía, tú eres Cristo, y con Él, por Él y en Él, Sacerdote, Víctima y Altar; Sacrificio perenne que se ofrece para «que conozcan al Padre y a Jesucristo su enviado». Tú tienes la misión maravillosa y divina de cantar, abrasada en el fuego del Espíritu Santo, como fruto de tu contemplación con el Padre, su Canción infinita. Eres tú la que tienes que darnos el dogma vivo, en sabiduría amorosa, que en tu seno de Madre se encierra, para vivificarnos a todos, dándonos la comida desmenuzada, según los tiempos, razas y capacidad de cada uno de tus hijos.
Iglesia mía, ¡qué hermosa eres…! «Eres jardín cercado, hermana mía», que encierras en tu cerca todo el ser de Dios, que, derramándose a borbotones en ti, divinizas a todas las almas que entran en tu Aprisco; «fuente sellada» con el sello del Dios vivo y del Cordero, que adorna y engalana tu frente de Reina.
Iglesia mía, tú siempre estás cantando la Canción que el Verbo ha puesto en tu seno. Tú estás cantando, Iglesia mía, la vida divina por todos los confines de la tierra, que es la gran misión para la que el Verbo se encarnó y que a ti, por Él, te fue encomendada.
Y esta Iglesia mía que es tan hermosa, tan fecunda, tan Señora, tan Reina y tan divina, es el orgullo de mi alma-Iglesia. ¡No tengo más alegría ni contento que ser hija de la Iglesia, porque sólo ella me hace hija de Dios, partícipe y heredera de su gloria!
Veo, en el seno de esta Santa Madre mía, unas cavernas abiertas, sin cicatrizar, sangrando, esperando su llenura con la vuelta de unos hijos que, al marcharse, la dejaron herida, desgarrando sus entrañas amorosas. Y se fueron porque no conocieron a su Madre la Iglesia, porque, aunque fueron Iglesia y tal vez Iglesia docente, no conocieron bien su ser de Iglesia. ¡Si hubieran sabido lo que es ser Iglesia, y la verdad infinita y fecunda que se encierra en el seno de esta Santa Madre, y cómo la Iglesia los ama y espera, y cómo se ha desgarrado, y de qué manera la han dejado herida, destrozada y mutilada, estos hijos, que fueron hijos predilectos de su seno amoroso y calentito, no se hubieran marchado de la Casa Paterna «extraviándose tras los rebaños de sus compañeros»!
Han salido de su seno de Madre porque no conocían la felicidad infinita que había en su seno, y porque nosotros, los que somos Iglesia y estamos cobijados bajo la Sede de Pedro, al no vivir hondamente sus riquezas, hemos desfigurado con nuestros fallos, inconsciencias, tibiezas, cobardías, incluso traiciones, la faz hermosa de esta Santa Madre.
Y ahora la Iglesia está como el padre del hijo pródigo, saliendo a su encuentro y atisbando desde su altura divina, clamando desgarrada, desconsolada y amargamente por el Vicario de Cristo en la tierra: «¡Unidad, Unidad…!».¡Que vengan esos hijos que, separándose de la Casa Paterna, dejaron a la Madre Iglesia desgarrada, llorando su ausencia…!
Y la Iglesia, con sus entrañas de misericordia, derramándose en el amor del Espíritu Santo, sigue clamando, dispuesta a perdonar con la Sangre del Cordero a esos hijos que, yéndose del Aprisco del Buen Pastor, la dejaron cubierta con un manto de luto, con el cual ella cubre, disimulando, las cavernas abiertas que esos hijos dejaron al abandonarla, llorando con el Profeta: «¡Me dejaron a mí que soy Fuente de aguas vivas, y se cavaron cisternas, cisternas rotas!»; y con Cristo: «El que tenga sed que venga a mí y beba, que Yo le daré de balde del agua de la vida, que salta hasta la vida eterna».
Está clamando la Iglesia por el Santo Padre: ¡Unidad! Está clamando, como en un grito de alarma: ¡Unidad!, porque ve en su divina mirada que el enemigo confunde a las almas, dispersando a las ovejitas del rebaño del Buen Pastor. «Oh, dime, amado de mi alma, dónde pastoreas, dónde sesteas al mediodía, no venga yo a extraviarme tras los rebaños de tus compañeros».
¡Unidad!, está gritando el Verbo en el Seno del Padre y en el seno de su Iglesia por medio de Pedro, a quien Él mismo dijo al instituirla:
«Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia. A ti te doy las llaves del Reino de los Cielos; todo lo que atares en la tierra será atado en el Cielo, y lo que desatares en la tierra quedará desatado en el Cielo». «Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos».
Y este Pedro, que es el Santo Padre, está gritando desde el seno de Dios con el Verbo: ¡Unidad de todas las ovejitas y de todos los pastores en su Aprisco…!
¡Unidad!, grita la Iglesia, rogando al Padre.
«Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre», conocido, amado y extendido por todos los confines de la tierra, vivido en su plenitud por todas las ovejitas del Aprisco del Buen Pastor, y cantado y manifestado a todas las almas.
«Venga a nosotros tu Reino», por el conocimiento amoroso del tesoro de mi Iglesia, que es el Padre y el Espíritu Santo con Cristo y María habitando en ella, con todos los dones y carismas que la misma Trinidad depositó en su seno el día que se desposó con ella «en justicia y amor».
«Hágase en la tierra tu voluntad» de unión, a imagen de tu unidad divina, de todos los que, habiendo salido del seno de la Iglesia, de una u otra manera se sienten Iglesia, y desean vivir, aunque dispersados de la Casa Paterna, el misterio de Cristo, que se nos da en toda su realidad divina en el ánfora preciosa repleta y saturada de Divinidad de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y bajo la Sede y el cobijo de Pedro; el cual como buen Pastor, hecho uno con «Cristo y Éste crucificado», tiene que «dar su vida por sus ovejas».
Iglesia mía, estos hijos separados son los que tienen tus entrañas desgarradas con tus cavernas abiertas; esas cavernas que nadie sino ellos pueden llenar, y que estarán abiertas sin cicatrizarse hasta su retorno.
Tienes otros hijos que, viviendo dentro de tu mismo seno, son muertos ambulantes, cadáveres flotantes, que hieren profundamente tus entrañas maternales, y son, Madre mía, aquellos que, siendo hijos tuyos por el bautismo y la fe, viven en pecado mortal.
También tienes otros hijos que, estando en gracia, no viven de la vida infinita que en tu seno se encierra, y son miembros enfermos y paralíticos.
Madre querida, veo que tienes una legión de almas que son el pueblo escogido, la porción predilecta del rebaño del Buen Pastor. Son tus sacerdotes y almas consagradas; aquellos que, de una manera eminente, «corrieron atraídos al olor de tus perfumes, porque son tus ungüentos suaves al sentido; es tu nombre ungüento derramado, por eso te aman las vírgenes». Ésos en quienes Jesús ponía toda su esperanza y en quienes principalmente depositó el tesoro y la misión de tu seno de Madre; ese tesoro que es lanzar a todas las almas la vida infinita que nuestro Padre Dios quiere darnos a través de tu faz de Iglesia, como prolongadora de la misma misión para la que se encarnó tu Esposo.
Estos hijos tuyos, muchas veces, Iglesia mía, son «campana que retiñe». Porque las imperfecciones voluntarias de muchas de las almas que están llamadas a ser continuadoras de la misión de Cristo, ahogan con su vida raquítica y enfermiza la expansión de los latidos divinos de tu corazón de Madre, que quiere lanzar el pregón de amor eterno, que tu Esposo está prolongando por ti durante todos los tiempos; para que todos tus hijos, viviendo su filiación divina, unidos con su Cabeza, Cristo Jesús, y María, la Madre de la Iglesia, formando el Cristo Total, den a todas las almas la vida infinita que arde en el seno de la Trinidad.
Madre querida, Hija de Jerusalén, ¿quién podrá consolar tu dolor…?
Eres «Raquel que está llorando sus hijos muertos», esos hijos perdidos que se fueron de la Casa Paterna; y, en tu Getsemaní, lloras también la frialdad, tibieza y desamor de tus almas consagradas.
Iglesia mía, Nueva y Celestial Jerusalén, tú estás en la cruz celebrando tu Misa perenne que ofreces por todas las almas para extender «el conocimiento de Yahvé por toda la tierra como llenan las aguas el mar»; y estás sufriendo el desamor de muchas de tus almas consagradas…, de tus sacerdotes…; e incluso, a veces, de algunos de los Sucesores de los Apóstoles, a los cuales Jesús encomendó el pastoreo de su Iglesia –«Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban»–; ya que hay entre tus Pastores, Iglesia Santa, quienes, por no conocerte a ti bien, no recogen de tu seno la misión que el Verbo en ti depositó para continuarla durante todos los tiempos; y los que, como Judas, son pastores asalariados, «lobos rapaces, vestidos con piel de oveja» y manso cordero, convirtiéndose éstos en piedra de escándalo y ruina de las almas.
Dios quiso darse al hombre, y Él mismo se encarnó. Y por este misterio, un gran prodigio se ha obrado entre Dios y su criatura, y es que el Pueblo de Dios se ha hecho tan divino, que uno de ellos es Dios; siendo Cristo el representante de todos sus hermanos, y siendo Él, por su divinidad, el Unigénito del Padre. Y así se comprende que Cristo sea la Cabeza de toda la Iglesia y que a toda ella se le llame «el Cristo Total». Porque la Divinidad se ha unido con la humanidad por la Encarnación del Verbo para darse al hombre y asociarlo a sí de tal manera, que toda la Iglesia es el Cristo del Padre, abrasada en el amor del Espíritu Santo; por lo que la Divinidad se complace en su Iglesia, aunque sea morena por los pecados de sus hijos que así la han puesto: «Eres morena pero hermosa, hija de Jerusalén», «tus ojos son palomas», iluminada por la luz sapiental del Espíritu Santo.
La Iglesia, porque es Cristo, es el habla de Dios a los hombres, y lo que tiene que decirles es la explicación del mismo Verbo que, por su humanidad, se nos manifiesta en un romance de amor en habla divina y humana. Por lo que, cuando miro a mi Iglesia Santa, la veo injertada en la misma Divinidad por el Verbo, que mediante su humanidad, ha unido a sí a todos los hombres, haciendo de todos ellos el Cristo Total.
Dios quiere entregarse al hombre y crea una humanidad en la cual todos sus hijos están injertados, y la une a sí en unión personal, y Éste es el Cristo Total, Cabeza y miembros.
Dios, en sí mismo, es donación de riqueza infinita que se da al Verbo, y Éste se retorna al Padre en el amor infinito del Espíritu Santo; siendo la vida de las tres divinas Personas una comunicación de donación y retornación entre sí. Dios mismo en sí, por sí y para sí, en subsistencia eterna de vida trinitaria, al ser donación, exige respuesta infinita, estando totalmente descansado en su mismo seno, en su necesidad de comunicación.
El fruto de la mirada del Padre es el Verbo; por eso cuando se mira hacia dentro, el Verbo responde, abrasado en el amor del Espíritu Santo, a toda la donación que el Padre le da, teniendo recopilada en sí la donación infinita del Padre.
El Padre mira hacia fuera y nos da el fruto de su mirar, que es el Verbo. Pero, como su donación tiene que ser respondida, y el Verbo es la Respuesta infinita del Padre, el Verbo se nos da en la Encarnación, recopila en sí a toda la creación y, en el amor del Espíritu Santo, se retorna en respuesta al Padre. Aquí está también encerrado el gran misterio de la Encarnación con toda su prolongación, que es el Cristo Total, el cual ha de adherirse en todos sus miembros a su Cabeza que es el fruto de la Mirada del Padre, y con Cristo, por Él y en Él, abrasados y abrazados en el amor del Espíritu Santo, retornarse a la Mirada infinita del Padre, como respuesta de don a su donación para con nuestras almas.
Hijos separados de la Iglesia, venid a su «seno de Madre que es ánfora preciosa, en la que no falta el vino mezclado; y su vientre, acervo de trigo rodeado de azucenas». Oíd la voz del Buen Pastor que está clamando: «Unidad», expresión de esa infinita unión de las tres divinas Personas. «Que todos sean una sola cosa, como Tú, Padre, en mí y Yo en Ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado».
Católicos todos, oíd la voz de vuestra Santa Madre Iglesia que os llama a compenetraros con ella, a vivir de su vida divina. Oíd «su voz que es dulce» y suave al paladar de Dios; ya que su voz es la Canción infinita del Padre, deletreada en un romance de inédita ternura hacia la humanidad caída, para que ésta se retorne al Amor Infinito y llene el fin para el cual hemos sido creados, siendo hijos de Dios, herederos de su gloria y «partícipes de la vida divina».
Oíd la voz del Unigénito de Dios, Encarnado, que retiñe en el cántico infinito de la Iglesia, que os invita amorosamente diciendo: «Venid a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer de la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche, venid y embriagaos conmigo, carísimos».
Almas consagradas todas, sacerdotes de Cristo, que, ungidos por el óleo suavísimo, símbolo de la Divinidad, como el aceite que, ungiendo la cabeza de Aarón se deslizó por su rostro derramándose hasta la orla de sus vestiduras, tenéis que ser óleo suavísimo que, en sobreabundancia de vuestra unción sacerdotal, deis a todas las almas esta vida que Cristo vino a traernos, como Él dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia»; «Y la vida eterna consiste en que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo tu Enviado».
¿Sabemos, sacerdotes de Cristo, almas consagradas todas, miembros vivos y vivificantes del Nuevo Pueblo de Dios por nuestra injerción en Cristo, que somos nosotros, por nuestra vida de entrega, de renuncia, de olvido de nosotros mismos, y especialmente por nuestra vida de oración, los que tenemos que entrar, viviendo más íntimamente nuestro ser de Iglesia, en una intimidad profunda con ese Padre nuestro que Jesucristo vino a manifestarnos, y arrancar la espina honda que taladraba su alma cuando, a través del Evangelio, se queja dolorosamente clamando: «Ni me conocéis a mí, ni conocéis a mi Padre…», «Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido!»; «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron»?
Pero ¿cómo lo conseguirás, si, por tu escasa vida de oración, no sabes de intimidad con el Amigo Divino, el cual te espera siempre? ¡Alma querida, si al menos tú le escucharas, le amaras y supieras recibirle…!
Que seamos nosotros los íntimos de Jesús, para que, recibiéndole amorosamente, no nos pueda decir, tal vez después de mucho tiempo de vida sacerdotal o consagrada: «¡¿Tanto tiempo estoy con vosotros y aún no me habéis conocido…?!» ¿No sabéis que «quien me ve a mí ve al Padre»…? «El Padre y Yo somos una misma cosa».
Sacerdote, alma consagrada, ¿sabes los latidos íntimos del alma de tu Cristo, que, palpitando en el alma de tu Iglesia y desgarrándola, está gritando: ¡Unidad!? Apóyate para ello, como San Juan, sobre su pecho, pues «el que descansa sobre Él será predicador de lo divino».
Tú, al menos, ¿eres jardín florido, huerto cerrado, que viviendo en intimidad con Cristo, no tienes más movimientos en tu alma que los de su alma santísima, penetrando los dolorosos latidos que la laceraban hondamente? ¿Sabes que Jesús, por ser el Verbo del Padre, lo que hace esencialmente, por razón de su Persona, es expresar en el seno de la Iglesia el secreto infinito de la vida divina?
Él, muriendo en la cruz, reventando en sangre, dio el grito máximo de amor infinito.
Y se desgarraron sus entrañas de dolor al ver el desamor de las almas, porque «la Luz vino a las tinieblas y las tinieblas no la recibieron»; y entre ellas, muchas de sus almas consagradas, por lo que clamaba: ¡«Tengo sed» de comunicarles la vida divina «en abundancia…»! Y depositando en su Iglesia Católica y Apostólica, cimentada en la Roca de Pedro, la misión para la que Él se encarnó, dio el grito supremo de amor eterno hacia el Padre y hacia los hombres clamando: «Todo está consumado».
Volviendo al Padre, de donde había salido, se derramó en sus Apóstoles, e iluminándoles, los abrasó en el fuego del Espíritu Santo, el cual los hizo romper en palabra de fuego. Y aquel día de Pentecostés las tres divinas Personas, abalanzándose sobre su Iglesia naciente, la enjoyaron y engalanaron.
Iglesia mía, ¡qué hermosa eres…! «¡Llévanos tras de ti, corramos; introdúcenos en la cámara del Rey, y nos gozaremos y regocijaremos contigo y cantaremos tus amores más suaves que el vino!».
¡Qué hermosa eres…! «Como lirio entre los cardos es mi amada entre las doncellas». «Su Amado la ha llevado a la sala del festín, y la bandera que contra ella alzó es bandera de amor».
¡Oh, Iglesia mía!, te decimos con el Esposo: «Danos a ver tu rostro, danos a oír tu voz», que tu voz es suave, porque es la del Verbo, y tu rostro es amable, porque refleja a la misma Divinidad. «Tus ojos son palomas» cuyos divinos rayos, desde el corazón de tus Apóstoles, reverberaban en todas las almas la misma luz y amor que es Dios.
Iglesia mía, Madre amada, recreo y complacencia del mismo Dios, ¡avanza triunfante! Eres «torre fortificada contra el enemigo», «eres fuente sellada, huerto cerrado, jardín florido». Eres «como un ejército en batalla», dispuesta a enloquecer a Dios de amor.
¡Avanza!, que nosotros, unidos a tu Cabeza visible, cantaremos la alegría eterna de tu seno de Madre, entrando por ti en el regazo de nuestro Padre Dios, y en él viviremos de Cristo Jesús, el cual, por medio de María, nos cantó sus amores y los tuyos en tus brazos maternales; y abrasando a todas las almas en el fuego del Espíritu Santo, daremos un grito de ¡Unidad!, viviendo para que se forme «un solo Rebaño y un solo Pastor».
¡Iglesia mía!, ¡qué hermosa eres…! ¡Cuánto te amo!
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia
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