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14-2-2001

«JESÚS EN LA FALDA DEL MONTE»

JesusFaldaMonte1

¡Víspera de Cristo Rey…!
De qué modo contaría
lo que se imprimió en mi alma
este inolvidable día,
del año cincuenta y nueve
cuando de pena moría
viendo a mi Jesús penando
en tan profunda agonía,
que mi alma lacerada,
sin saber lo que ocurría,
rompió en sollozos profundos;
y postrada de rodillas,
reverente y adorante,
contemplaba enmudecida
cómo Dios mismo lloraba,
mientras que yo recogía
el lagrimear penante
que de su rostro caía.
Hoy mi alma sumergida
en la hondura palpitante
y duramente penante
del Dios de la Eucaristía,
ha vivido quedamente
y en manera tan subida
el misterio trascendente
de Cristo cuando vivía;
¡y, de un modo sorprendente!
cuando, adorante, veía
en el pecho del Maestro,
llena de sabiduría,
¡un misterio sacrosanto!
¡de tanta soberanía!
que, por mucho que lo exprese,
jamás lo proclamaría
como yo lo contemplara,
sumida en tanta agonía
al ver a mi Dios postrado
y que en un llanto rompía.

¡Víspera de Cristo Rey…!
Sin saber cómo sería,
se imprimió en mi alma en duelo,
porque yo en duelo vivía
por las pruebas tan penantes
que en mi vivir contenía,
esto que hoy quiero contar,
en amor enternecida.

De manera sorprendente
¡vi un campo…! y en él había

un montículo pequeño
de una altura reducida,
que, de pronto, se quedó
impreso en mí, pues tenía,
en su falda, un Hombre orando ¡y penante!,
que su oración repetía
con un clamor que dejó
a mi alma sumergida
en penares tan profundos
como yo nunca diría.

Ya que en la falda del monte
¡Jesús en llanto rompía!,
apoyado con su cuerpo,
porque no se sostenía;
y porque, orando postrado,
orante al Padre pedía
por los hombres de este siglo,
pues este siglo vivía.

Sus manos estaban juntas
y al cielo se dirigían,
apoyándose en el monte
que mi penar descubría,
con su cuerpo desplomado,
mientras su alma gemía.

Vi su rostro levantado,
¡lleno de soberanía!;
perdiéndose en las alturas
su mirada dolorida;
y a la vez se deslizaban
por sus divinas mejillas
lágrimas que le empapaban
mientras que al Padre decía:

Jesus en la falda delmonte.jpg

«¡Ni te conocen a Ti!»,
Padre, como Tú querías,
«¡ni me conocen a mí…!»;
estando su alma sumida
en inmensas amarguras,
porque el mundo no sabía
el porqué de sus penares,
ni el llorar que yo veía
envolvía quedamente
al Dios de la Eucaristía.

«¡Ni te conocen a Ti!»,
«¡ni a mí!»,
en mi alma se imprimía.

¡Sólo escuché estas palabras…!
Pero ya bien comprendía
cuanto en mi pecho grabaran;
pues su misión conocía
por las comunicaciones
que Él en mi interior ponía
a lo largo de los años,
¡y yo en silencio vivía!

Hoy ya sé por qué fue esto
tal como lo vi aquel día,
¡víspera de Cristo Rey!,
cuando a mi Jesús veía
llorando en tantos penares,
que su sollozar sentía
en la hondura de mi pecho
con terribles agonías,
y, en un dolor tan amargo,
que a mi alma sumergía
en el quejido que el Cristo
quiso decirme aquel día,
y así rompiera en cantares
dentro de la Iglesia mía.

¡¡Cuánto, en nada, comprendí
aquel tenebroso día,
aunque fuera luminoso
por cuanto en mí se imprimía…!!:

Jesús esto lo vivió
durante toda su vida
¡en todo y cada momento
con su terrible agonía!,
lleno de hondos penares

y en triste melancolía
en los años que Él viviera,
y en el correr de los días
que escogiera para estar
aquí en nuestra compañía,
diciéndonos su misión
en los modos que Él podía
como Hombre, siendo Dios,
al querer darnos su vida
en misterio trascendente
de divinal agonía.

Porque poder, todo puede
Él que es la Soberanía;
coeterno con el Padre,
en amores que culminan
en Beso de amor eterno
que es Persona tan divina,
que, con el Padre y el Hijo,
vive por siempre en Familia;
pero, por su humanidad,
morando dentro en la vida
que vivimos los mortales,
Dios se amoldó cada día,
en la manera y el modo
que a Él mismo le complacía,
a nuestro estilo de ser:

¡era un Hombre que existía
distinto, aunque era igual,
de cuantos con Él vivían!

¡Víspera de Cristo Rey…!

Mi alma se estremecía
con romances de ternuras
que, en confidencia, ponían
mi espíritu ardiendo en brasas,
porque a mi Cristo veía
que se quejaba llorando:
¡el mundo no conocía
ni al Padre Eterno ni a Él…!

Y por eso una honda espina
a su alma taladraba
en terribles agonías.

¡Yo vi, allí, en aquel monte,
temblorosa y sorprendida,
que del rostro de Jesús
muchas lágrimas caían…!

¡Y he visto que Dios lloraba…!
y que en su cara tenía
¡un penar tan dolorido,
que su ser se estremecía
por los pecados del mundo!;
y que de pena moría,
aunque no fuera el momento
de marcharse de esta vida.

¡Pero moría en el alma!
porque en un morir vivía
el Cristo del Dios bendito
siempre y en todos sus días,
por el penar tan penante
que en su existir contenía.

¡En todo y cada momento,
un Getsemaní sufría!

¡Yo he visto que Dios lloraba…!
y por la cara corrían,
del Dios que se hizo Hombre,
lágrimas que en sí decían,
en un decir sin palabras
que en sollozos reprimía,
vuelto hacia su Padre Eterno:

¡el mundo no conocía
el misterio trascendente
que Él a decirnos venía
desde el Seno de aquel Padre,
con el cual siempre vivía
en la altura de los cielos
en divinal compañía
–por serse la Majestad,
de excelsa Soberanía
de infinita trascendencia–
por siglos que no terminan
y que nunca comenzaron…!;
porque principio no había
en el que, siendo el Coeterno,
en su principio existía,
sin más principio que Él serse,
siempre siéndosela y sida,
la Subsistencia coeterna
y del Padre recibida.

¡Víspera de Cristo Rey…!,
¡de qué modo Dios sufría…!

Yo vi que Dios en la tierra
por Cristo se nos decía
en un llorar tan penoso
que en lágrimas irrumpía
por aquel rostro divino.

Lágrimas que se imprimían
dentro de la hondura honda
de mi pecho que moría
al ver que mi Dios lloraba;
y que acertar no sabía
mi pobre alma, penando,
cómo le consolaría
en el transcurso del tiempo,
según se me descubría
el penar de Cristo en duelo
durante toda su vida;
viviendo en cada momento
en su alma sumergida
en dolores indecibles,
el transcurrir de la vida
de todos y cada hombre
que en el mundo existirían;
y a los cuales, con su Sangre,
por amor redimiría:
a todos los que bebieran
del manantial de la vida
que desde el Seno del Padre
obre la tierra caía
por el costado del Cristo,
afluente de la vida,
en torrenciales raudales
que de su pecho fluían.

¡Yo he visto que Dios lloraba…!
Y ¡cómo lo vi aquel día!
cuando así le contemplaba,
sin saber cómo sería
aquello que estaba viendo;
porque, sin verlo, veía
al Cristo del Dios bendito
que, en mi modo, me decía
el amor del Dios eterno
que por los hombres moría.

Mas algo me sorprendió
que expresarlo no podría
por más que lo procurara
a lo largo de mis días:
¡el ver que era el siglo veinte
por lo que Cristo sufría…!

Él vivió todos los tiempos
en el tiempo que Él vivía:

Pero a mí se presentó
con su alma dolorida
en un sublime momento
en que en su vida sufría
por los hombres de este siglo,

en el modo que Él tenía
para vivir cada instante
que los hombres vivirían
en el correr de los tiempos
que en sí mismo contenía.

¡Y yo, sin poder decir
lo que, sin verlo, veía…!

Es difícil expresar,
aquello que comprendía,
cuando contemplé, adorante,
cómo mi Jesús sufría,
en aquel monte postrado
y a lo largo de su vida
todas mis penas y gozos,
teniéndome a Él unida,
viviendo conmigo ahora
el tiempo que yo vivía.

¡Supe que era el siglo veinte!
lo que al Cristo sumergía
en aquel hondo penar
de terribles agonías,
que hasta le hizo romper,
por todo lo que veía,
en un llanto tan penante
que más penar no cabía,
aunque siempre cabe más
en el Verbo de la Vida.

«Ni te conocen a Ti, ni a mí»,
Padre…, Dios decía.
¡Y yo sin saber el modo
cómo le consolaría…!
Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

Extracto del libro: «Luz en la noche. El misterio de la fe dado en sabiduría amorosa»

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